El reinado de Isabel II, hija de Fernando VII, será otro de los peores de nuestra historia, hasta tal extremo que esta reina terminará siendo destronada por una revolución cuando tenía solo 37 años de edad. La verdad es que, ya desde el inicio, empezó mal: Isabel llegó al trono con 3 años, por lo que su madre, Mª Cristina de Borbón, fue su regente hasta 1840; pero lo peor es que estos fueron los tiempos de la llamada I Guerra Carlista, desatada por el infante Carlos Mª Isidro –hermano de Fernando VII y, por tanto, tío de Isabel–, apoyado en los sectores más tradicionalistas, absolutistas y católicos del país. Como Isabel había nacido siendo su padre ya bastante mayor, Carlos Mª había sido el claro pretendiente a suceder a Fernando. Pero a partir de ese nacimiento, en 1830, es la nueva heredera, para frustración de su tío, que no duda, como ya sabemos, en declararle la guerra. Lo hace con ayuda de aquellos que son radicalmente opuestos a todo lo que suponga cambio político y modernización, por lo que a Isabel o, mejor dicho, a su madre, la reina regente, no le queda más remedio que buscar el apoyo de los que, por el contrario, quieren una transformación y modernización del país, que son los liberales, es decir, los que defendían la necesidad de una constitución, unos derechos y libertades, una separación de poderes,…, aunque también una economía con los rasgos nuevos del capitalismo, como la propiedad privada y la libre competencia.
La Guerra Carlista terminará en 1839 con el Acuerdo de Vergara, por el que los carlistas aceptan a Isabel como reina. Es, por tanto, un triunfo de los “isabelinos”, pero tendrá importantes consecuencias para todo el reinado: primera, que el héroe vencedor ha sido el general Espartero, al que se conceden títulos como “Príncipe de la Paz” y “Duque de la Victoria”, pero al que, además, los liberales más progresistas, es decir, más alejados del absolutismo, logran nombrar en 1840 regente de la reina, en sustitución de la impopular Mª Cristina, muy metida en asuntos económicos turbios con su nuevo marido. Desde este momento, los militares empiezan a ser los hombres fuertes del reinado y no los políticos.
La segunda consecuencia es que el triunfo isabelino es, también, el de los liberales, mientras que la derrota de los carlistas es, asimismo, la de los absolutistas. Por todo ello, la monarquía de Isabel II será ya, a diferencia de la de Fernando VII, una monarquía liberal, basada en una constitución que establece derechos, libertades y una separación de poderes.
El problema que ahora surge es: ¿qué constitución? Y aquí es donde no hay acuerdo, porque muy pronto entre las filas liberales se inicia una división entre aquellos que están más próximos a las ideas del absolutismo, a los que vamos a llamar moderados, y aquellos otros que aspiran a una situación muy distinta al mismo, a los que llamaremos progresistas. Los primeros quieren que la reina tenga amplios poderes, que el Catolicismo y los intereses de las clases más altas sean protegidos y que el sufragio sea restringido, por tanto, a los muy ricos propietarios. Los progresistas desean una reina con menos poderes y, en consecuencia, unas Cortes más libres de la corona, inician la desamortización de los bienes de la iglesia y protegen más los intereses de las clases medias (industriales, comerciantes,…), por lo que defienden también un sufragio censitario, pero que permita votar a más personas (todo tipo de propietarios y no solo los más ricos). Ninguno se plantea que el sufragio sea universal ni, por tanto, crear una democracia. Durante las regencias, de Mª Cristina y Espartero, la duración de gobierno de unos y otros fue similar; pero Isabel II, desde su mayoría de edad en 1843, prefiere a los moderados, por lo que serán los que más años desempeñen el gobierno a partir de ese momento.
Fruto de estas diferencias entre moderados y progresistas y de la capacidad de la reina para nombrar al poder ejecutivo (los ministros) va a ser la inestabilidad política del país a lo largo de todo el reinado: algunos gobiernos no llegaban ni siquiera a durar un mes, solo días. Además, como ya hemos visto, los militares serán habitualmente los jefes de estos grupos políticos: el general Espartero lo será de los progresistas, mientras que el general Narváez, que era de Loja, liderará muchos años a los moderados y será quien más tiempo gobierne en el conjunto del reinado. A partir de 1854 otro general, O´Donnell, dirigirá una tercera facción política (de posiciones intermedias entre moderados y progresistas), la Unión Liberal, por lo que sus miembros serán conocidos como unionistas. Para todos ellos, además, la manera normal de llegar al gobierno, si no es por una llamada de la reina a tal fin, debe ser mediante un pronunciamiento (o golpe) militar, que se puede acompañar de una “revolución popular”, para obligar a Isabel II. Los dos más destacados fueron el pronunciamiento de La Granja (1836), que obligó a la reina regente a contar con los progresistas, y el de Vicálvaro, al que acompañó una revolución conseguida gracias al Manifiesto de Manzanares –la Revolución de 1854–, que inició dos años de ministerios progresistas encabezados por Espartero: el llamado Bienio Progresista.
En este contexto, las elecciones –todas por sufragio censitario– no tuvieron nunca efectividad política: el gobierno estaba previamente decidido por la reina (libremente o tras un pronunciamiento) y se trataba tan solo, mediante el voto de los poquísimos que podían votar, de conseguir un Congreso de Diputados favorable al mismo.
Una vez en el gobierno, cada facción política pretendía tener una constitución a su gusto, por lo que, a lo largo de todos estos años, fueron varias las que estuvieron vigentes; habría que destacar tres: la constitución progresista de 1837, lograda tras el pronunciamiento de La Granja; la constitución moderada de 1845, que fue la que más poder dió a la reina y más tiempo estuvo en vigor; y la constitución “non nata” de 1856, que llegó incluso a aprobarse pero no a entrar en vigor. En suma, una inestabilidad de disloque que impedía medidas efectivas a largo plazo para el país.
A todos estos ingredientes políticos habría que añadir la constante corrupción política y económica –muy ligada esta última al desarrollo de los ferrocarriles–, los escándalos y el desprestigio de la propia reina y de su camarilla, la aparición de otros “partidos”, como los demócratas, defensores del sufragio universal y claramente contrarios al régimen isabelino, la represión frecuentemente brutal (como en 1866 tras un nuevo pronunciamiento fracasado) y, ya a finales del reinado, la grave crisis económica que afectó al país y la muerte de los viejos líderes que habían sostenido el reinado, sustituidos por otros generales más jóvenes (el progresista Prim y el unionista Serrano) que empiezan a distanciarse de esta monarquía; hasta que el conocido como Pacto de Ostende (1866), firmado por progresistas y demócratas y al que luego se unen los unionistas, acuerda derribarla.
Dos años después del pacto, en 1868, la Revolución Gloriosa, liderada por estos militares, logra su propósito y, en solo unos días de septiembre, Isabel II, a punto de cumplir 38 años, se ve expulsada del trono y se marcha a Francia. Ha terminado su reinado, el primero liberal de nuestra historia, pero muy convulso y nada democrático.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)