La Restauración Borbónica, iniciada en 1874 con Alfonso XII, se va prolongar hasta el siglo XX, en el que reinará su hijo, Alfonso XIII. Entre ambos monarcas se intercala un nuevo periodo de regencia dado que, cuando en 1885 muere Alfonso XII, su hijo ni ha nacido. La reina viuda, Mª Cristina de Habsburgo-Lorena, que da a luz unos meses después de la muerte del rey, será regente de Alfonso XIII durante su minoría de edad, hasta 1902.
En todo este largo periodo el sistema político que funciona es el creado por el malagueño Antonio Cánovas del Castillo, por lo que vamos a llamarlo régimen de La Restauración o régimen canovista. Lo primero que hace Cánovas, nada más empezar a gobernar, es elaborar y aprobar una nueva constitución, que será la Constitución de 1876, vigente hasta 1923. En ella los poderes y atribuciones del rey y de Las Cortes, así como el centralismo de toda la administración, con gobernadores civiles y alcaldes nombrados por el gobierno, se parecen a lo contemplado en la constitución que los moderados habían aprobado en 1845, bajo Isabel II, mientras que los derechos y libertades toman como modelo la constitución democrática de 1869, aprobada en el Sexenio. La constitución del 76, además, protegía claramente la confesión católica y, en cambio, no establecía el tipo de sufragio.
Cánovas, que pretende darle una legitimidad popular a la monarquía –y más después de que esta ha venido de manos nuevamente de los militares, como él no quería–, decide que las primeras elecciones a Cortes, para que aprueben la constitución, sean por sufragio universal (masculino), como las del Sexenio. Pero, pasadas estas primeras elecciones (1875), vuelve al sufragio censitario, que margina del voto a todas las clases populares, alejando al régimen de un sistema democrático.
Aprobada la constitución por Las Cortes, emprende la creación de unos partidos políticos que apoyen el sistema. Él mismo liderará el Partido Conservador, en el que se aglutinan los alfonsinos del Sexenio, antes moderados y unionistas (con Isabel II). Representan a las clases altas del país (nobleza, terratenientes,…) y defienden claramente la institución monárquica y su poder, la iglesia católica y la propiedad privada. Son contrarios al sufragio universal y, por tanto, a reformas de tipo democrático.
Pero Cánovas, admirador de la alternancia en el gobierno de los partidos políticos ingleses, favorece también la aparición de otro partido dispuesto a gobernar con la monarquía restaurada. Será el Partido Liberal, cuyo líder va a ser un político que ya ha batallado con ministerios durante el Sexenio: Práxedes Mateo Sagasta. Este partido apoyará también el régimen monárquico, aunque será más proclive a reformarlo con ciertos derechos y libertades “democratizadores”, mantiene posturas alejadas de la iglesia católica e incluso anticlericales y defiende, como el conservador, la propiedad privada de las clases altas, pero también de las medias (industriales, comerciantes,…). Por lo tanto, ambos son partidos de las élites sociales y económicas del país. Ninguno es un partido de masas, como el PSOE, fundado en 1879, nada más empezar La Restauración, pero que no logrará su primer diputado hasta muchos años después: 1910.
Durante el reinado de Alfonso XII gobierna Cánovas con los conservadores –excepto un periodo de dos años–. Pero la muerte del rey, en 1885, crea una situación muy difícil: Aunque deja dos hijas, María de las Mercedes y María Teresa, la reina viuda está nuevamente embarazada, del que puede ser un varón. Cánovas y Sagasta se ponen de acuerdo para esperar al parto y sostener la monarquía en ese especial trance, lo que se ha venido llamando el “pacto de El Pardo”; y resultado de ese acuerdo es que Cánovas cede el paso a Sagasta para que gobierne. Se inicia así el “turno pacífico” en el poder, al que ambos se prestan y pueden mantener gracias a que las elecciones, por sufragio censitario, son fácilmente controlables.
Sagasta gobierna entre 1885 y 1890 y lleva a cabo varias reformas políticas, entre ellas la introducción nuevamente del sufragio universal (masculino). Las primeras elecciones otra vez por este sistema son en 1890 y ya todas serán así. Pero es ahora cuando se hace imprescindible para los intereses de ambos partidos, no solo controlar las elecciones, sino también manipular y alterar sus resultados para que los diputados que elijan los votantes sean los previamente decididos; de modo que, a diferencia de la actualidad, primero determinaban qué partido iba a gobernar y luego se “fabricaban” unos resultados electorales favorables a ese partido. Para ello se recurre a prácticas ensayadas en el Sexenio –que Sagasta conoce bien– y que comienzan con el “encasillado”, continúan con el “caciquismo” y finalizan con el “pucherazo”.
Mediante el “encasillado” el ministro de Gobernación del nuevo gobierno, que es el que convoca y organiza las elecciones, decide qué diputado “debe” salir en cada distrito electoral para que el resultado general del país sea el favorable al gobierno. De ello “informa” claramente a los gobernadores civiles de las provincias, que deben esforzarse para que así sea.
Los gobernadores civiles actúan sobre los alcaldes, con el mismo propósito, y sobre los “caciques”. Estos eran las personas ricas de cada región o pueblo, propietarios y terratenientes que daban trabajo a los pueblerinos, los “protegían” y podían hacerles favores; pero debido a todo ello los caciques, realmente, controlaban a sus vecinos y su influencia en ellos era constante. Así, lograban “convencerlos” de a quién votar, apoyados frecuentemente por los curas. El poder de los caciques era grande en las amplias zonas rurales del país, pero menos efectivo en las ciudades, de población no agraria y mejor nivel cultural. Conforme el país se va urbanizando, ya en el siglo XX, el caciquismo reduce su influencia.
Y por el “pucherazo” se “cocina” en las urnas electorales: personas que depositaban varios votos, votantes que ya habían muerto,… Al hacer el recuento podían llegar a pasar muchas cosas, por ejemplo, que hubiera más papeletas de votos que votantes en el pueblo,…
El resultado siempre era el deseado por el gobierno, que “para algo había convocado y organizado las elecciones”. Y primero Alfonso XII y luego la reina regente Mª Cristina dejaron libertad a los políticos y aceptaron su juego: ninguno de los dos intervino en quién debía gobernar, puesto que ambos partidos y sus líderes respectivos se ponían “pacíficamente” de acuerdo. La imagen era de una monarquía democrática, pero la realidad era bien distinta: solo la oligarquía agraria del país, es decir, las clases nobiliarias y terratenientes, controlaban el gobierno, con la ayuda inestimable de los curas.
La estabilidad y fortaleza de este sistema se pudieron comprobar a raíz de la honda crisis en el país desatada por la humillante derrota en la guerra contra los Estados Unidos y la consiguiente pérdida de nuestras últimas colonias, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en 1898. Se ha venido llamando la Crisis del 98, de largas causas y consecuencias. Pero en ese momento el régimen político siguió funcionando “con normalidad”, es decir, continuando el turno pacífico, ahora con nuevos políticos conservadores tras el asesinato de Cánovas un año antes. Pese al impacto y al descrédito de la derrota y de la pérdida, la vida política continuó sin graves sobresaltos. Solo unos años después, acabada la regencia de Mª Cristina, en 1902, por la mayoría de edad de Alfonso XIII, empezarán los problemas y dificultades que irán erosionando poco a poco el régimen canovista; hasta que en 1917 entra en una crisis irremediable que terminará con su final en 1923, cuando el general Miguel Primo de Rivera protagonice un golpe de estado que acaba con la Constitución de 1876 y proclama la dictadura con el beneplácito del rey Alfonso XIII.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor de los libros ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)
y ‘En las tierras granadinas’ (Ed. Alhulia)