Cumplir con otra solemnidad: sentirnos acompañados en nuestra burbuja parlante.
Hasta las salas de cine se han convertido en un espacio para muchos idílico en el que wasapear. Da igual estar como sardinas en lata. El caso es que siempre hay alguien que no perdona ni una película con tal de mantener actualizada su vida social, considerándola más excitante que cualquier otro espectáculo público.
Normalmente está perdido quien quiere disfrutar del ocio olvidándose durante unas horas de las nuevas tecnologías. No hay nada que hacer. Porque la luz del móvil de tu compañero de fila es más poderosa (a veces incluso más estimulante) que la atención que puedas prestar a la gran pantalla. Aquí, no es una cuestión de tamaño. Si el desertor del séptimo arte está a tu espalda, escuchas movimientos propios de quien está retando a la velocidad en el diminuto teclado. Y si te encuentras detrás de él ya hasta te parece más interesante la conversación que la misma película por la que, además, has pagado entrada, palomitas y refrescos. Todo un lujo desaprovechado. Y no digamos cuando alguien no ha amordazado su aparato y no ha conseguido apagar el volumen a posibles llamadas que, al final, (por inoperancia, egoísmo, indiferencia o desacomplejada y absoluta falta de destreza) terminan por entrar.
Hasta que comienza la película ¿quién no está utilizando el móvil haciendo caso omiso de su acompañante? Desde luego, constituye un singular rito con toda su perfecta y acompasada mecánica. Somos como planetas a años luz el otro del uno, alentando una curiosa paradoja: estamos tan cerca y a la vez tan lejos con quienes coincidimos en tiempo y espacio físico. Y, en cambio, tan próximos permaneciendo lejos con respecto a quien tenemos como cómplices camaradas de mensajes. El contrasentido de la hiperconectividad deja en evidencia la exuberante necesidad que tenemos de creernos parte colectiva de algo en este presente y porvenir cada vez más inquietantemente inciertos.
Esto que narro lo pude comprobar cuando en una ocasión, por motivos desconocidos, la película comenzó cuarenta y cinco minutos tarde. Aun así, no dejaba de entrar gente hasta abarrotar la sala. Comentábamos que parecía una investigación sociológica en la que los presentes estábamos siendo analizados: ¿cómo nos comportamos mientras no tenemos nada en lo que entretenernos? Y prácticamente todos hacíamos lo mismo: el móvil, nuestro más entrañable entretenimiento. Lo extraño del caso es que ningún espectador mostraba el más mínimo descontento con tan escandaloso retraso, sino que se deleitaba con la que consideraba un mejor compinche. Por una vez parecía no importar la inmediatez del servicio sino la autocomplacencia de una conversación virtual que ayuda a paliar soledad, descontento, aburrimiento… y dispuesta a desterrar de su trono al séptimo arte. ¿Cuál es el sentido entonces de reclamar privacidad?
Lo de menos fue la noche de cine, sino la de cumplir con otra solemnidad: sentirnos acompañados en nuestra burbuja parlante.
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Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato