La mañana es espléndida, hace frío pero luce el sol y apetece salir a la calle, las conversaciones en todos los rincones son las mismas, cómo es posible que a estas alturas de enero haya llovido tan poco y mucho menos haga poco frío que ni siquiera se ve gente con abrigo.
Hace muchos, muchos años, el invierno existía como en cualquier parte del mundo. Las chimeneas de las casas emanaban un espeso humo blanco que se elevaba uniforme hacia la noche estrellada. Cuando pegaba el poniente, era difícil estar en la calle y mucho menos acercarte a la playa, pues entonces las olas bravas llegaban incluso a los cañaverales. Algunos valientes, se atrevían incluso a subir al Paseo de las Flores y el Postigo, abrían los brazos y parecían paracaidistas. Los más frioleros se cubrían por las noches con tres o cuatro mantas arrebujados en sus camas y las abuelas tejían bufandas de todos los colores en sus viejas mecedoras junto al fuego de la chimenea.
En mi casa, la estampa de mi madre sentada en la mesa camilla y con el brasero tejiendo jerséis era el inicio de que el frío había llegado. No sé cómo lo hacía pero cada invierno estrenábamos todos chalecos, gorros, guantes y unas chaquetas de lana de lo más abrigadas.
No había Corte Inglés, grandes superficies, ni tiendas de ropa, pero el viaje a Motril para visitar la tienda de la “Dalia” no se me olvida nunca y el paquetón de ovillos de lana de todos los colores era atrayente a más no poder.
Mientras mi abuela Laura seguía asando castañas en la cocina, en esa sartén antigua y que mi tío Modesto le había hecho agujeros por todos lados, la miraba embelesada, con la boca abierta y los ojos más abiertos todavía. Era el mismo cuento de cada año, el mismo cuento de cada invierno y sin embargo lo recibía siempre como una verdadera primicia. Tomaba las castañas recién asadas entre las manos y me las pasaba de la derecha a la izquierda ininterrumpidamente, pues achicharraban.
La calle Cristo y sobre todo el callejón de mi abuela se llenaban de braseros y mujeres hablando alrededor de ellos. Sobre el tufo de los braseros también hay episodios interesantes. Esa agradable, y a la vez funesta, somnolencia que a más de uno le dio un buen susto.
El arraigo profundo a la tierra que me vio nacer y el recuerdo de todos aquellos seres amados y queridos que ya no están y por encima de todo el brillo en los ojos de mi madre cuando me probaba el jersey color marrón que me había terminado.
ANTONIO LUIS GALLARDO MEDINA