(A la comunidad benedictina del Monasterio de Silos con quienes compartí el desalojo de la abadía en aquella fatídica tarde del domingo 24 de julio de 2022 cuando un voraz incendió asoló la comarca).
Por las vegas del Arlanza,
entre cerezos y olivos,
anclado en la fría tierra
de iglesias y de castillos,
se eleva al azul del cielo
el Monasterio de Silos
custodiado con amor
por monjes benedictinos
que estudian, rezan y cantan
en ascético retiro.
Cual guardián de la abadía,
en titánico obelisco,
una colosal secuoya
marca el final y el principio
de los valores que encierra
el monástico edificio.
Este cenobio silense
no es solo joya en sí mismo
por el románico claustro
insuperable en su estilo
sino paradigma fiel
de enaltecimiento místico
y un pilar de los más firmes
donde el puro cristianismo
se sustenta y se enraíza
por los siglos de los siglos
vivificando el mensaje
que nos diera Jesucristo.
En los pétreos relieves
se narran momentos bíblicos
de la vida de Jesús
y de sus doce discípulos.
Columnas y capiteles
se enredan en juegos líricos
enalteciendo el silencio
que se acuna en el recinto
donde el piadoso embeleso
asperja paz y equilibrio.
En una esquina del claustro,
poderoso y persuasivo,
cual metáfora alegórica
se cimbrea el ciprés de Silos.
Al repicar las campanas
para misa los domingos
se estremece el monasterio
esplendiendo cristianismo
y bandadas de palomas
aletean hasta el río
donde el rebato se aplaca
entre el verdor de los pinos.
Con el canto gregoriano
de los reglados oficios
el mundo se inmoviliza
y un carismático hechizo
todo lo envuelve y lo encalma
en pleamar de regocijo,
siendo aquí donde la fe
del creyente peregrino
se fusiona con la luz
que irradia el catolicismo.