Francisco Porcel Barrales: «Disculpe, no la persigo»

A pesar de haber utilizado mi sentido de la elección ante el pequeño dilema al que me enfrentaba, me encuentro algo resignado, sentado de espaldas a la dirección que llevaba el autobús. Era el único asiento libre, así que preferí eso a pasar todo el trayecto de pie. Noté un leve mareo por ver pasar el paisaje de una forma poco habitual, sin embargo, tomó el viaje un cariz melancólico. Más que ir hacia algún lugar, aquello se convirtió en una triste y constante despedida. Pude estabilizar la balanza de lo que, aquella insignificante sensación estaba insuflando al comienzo del día.

Ese dramatismo se fue disipando mientras veía el lugar donde se supone que debe de haber un martillo donde hay una inscripción que dice: ‘romper en caso de incendio’, imaginándome la secuencia de alguien con tan falto de sentido común que en vez de romper el cristal rompía el martillo.

Llegamos a la parada y dejo pasar a la gente, en ese preciso instante donde todo el mundo se pone algo nervioso por salir. Marco las coordenadas mentalmente para configurar mi orientación y tomar rumbo hacia, Jam, mi tienda de música. Allí estará Quini dispuesto a hablar de algo más que de música, creándome la certeza de que un mostrador, como la barra de un bar, no crea límites ni una barrera entre dueño y clientes sino lazos y amistad. Desgraciadamente las cuerdas de guitarra, con el paso del tiempo se quedan mudas, van perdiendo el brillo y si no quieres un sonido mate, hay que cambiarlas, para disfrutar de esos armónicos cristalinos.

Decidí tomar el itinerario menos concurrido. Exactamente por calle Párraga. En ese preciso instante se me adelantó una mujer para tomar la calle, un par de metros antes que yo. En su caminar enérgico se mezclaba un perfume envolvente y una suntuosa forma de mover sus caderas que se querían escapar de la falda corta que las ceñía y que, sin duda alguna, llevarían atrapando las miradas disimuladas durante todo su trayecto, dejándome involuntariamente detrás de ella como un sigiloso pervertido. La estrechez de la calle y la ausencia de transeúntes, hacía que nuestros pasos tomaran cierto aire de persecución. Daba la casualidad de que los dos llevábamos velocidades parecidas. Tampoco me apetecía adelantarla y perderme aquel espectáculo, que sin pasar por taquilla, aceptaría como un regalo divino. Pero noté algo de nerviosismo en la mujer, al observar como incrementó la velocidad de sus pasos mientras se ceñía vigorosamente a su bolso. Giró por una calle que yo también tenía que tomar, lo que elevó la tensión en algo irrespirable, dejando el intento de su mirada hacia mí, cerca de su hombro. Podía haber desacelerado mi ritmo, pero me creció la necesidad imperiosa de manifestarle que no tenía la más mínima intención de seguirla y que lo que parecía una persecución, solo era una pequeña casualidad por utilizar las mismas calles para ir a un destino parecido y que sobre todo no tenía nada que temer. Además de no querer hacer de aquello algo semejante a una cacería frustrada, cosa que no me apetecía llevar colgado durante todo el día. Así que tomé impulso, tomando una pequeña carrerilla para alcanzarla y con la voz más agradable que pude articular le dije: Disculpe no… sin darme tiempo de decir nada más, pues giramos la calle para adentrarnos en otra donde había una pareja de policía local. Las voces desproporcionadas de la mujer pidiendo ayuda y la vehemencia que utilizaron contra mí los policías, en un acto de protección sin sentido, se convirtió, ahora sí, en una auténtica cacería.

 

 

Francisco Porcel

Barrales

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