A lo que hoy me refiero, no se trata de “hacer el ridículo” –que todos, y alguna vez, podemos caer en ello–, más bien “ser ridículos”; y ello, según un buen amigo de las redes sociales, no “(…) por lo que son, sino por lo que aparentan ser”.
Y esta afirmación no es, os lo aseguro, una idea peregrina que ronda mi cabeza, ya que cada día, de acto en acto –pues han aumentado como enjambres de abejas libando las flores de la vana esperanza–, me doy cuenta de lo efímeros y torpes que son los mensajes que se esconden en los discursos a los que nos someten.
Parece como si los intereses particulares difícilmente coincidieran con los anhelos de la mayoría de los ciudadanos de estas tierras, pues, al menos yo, quiero –y exijo– algo más que bonitas palabras, siempre sometidas a los hados de turno.
Me refiero, evitando malos entendidos, especialmente a lo que se ha dicho y publicado el pasado 28 de febrero sobre Andalucía, su himno oficial, su bandera, su escudo… Y, una vez más, sobre Blas Infante Pérez de Vargas, ensayista, político e ideólogo del andalucismo.
Y todo ello me ha llevado a una reflexión más profunda: ¿Qué quiso apuntar, más allá de las palabras plasmadas en su epinicio, el notario de Coria del Río?; pues no me cabe duda que, por ejemplo, su deseo de retorno de los andaluces a “hombres (y mujeres) de luz” contenía bastante más que la configuración de un mero axioma temporal.
Quizá lo que años más tarde mantuviera Jordi Casellas: “La clave del camino del Hombre de Luz es no tener miedo de ser quienes somos (…). Esta visión es lo opuesto al egoísmo”.
O, dicho de otra manera –y en jerga granadina–:“espercojaos”, que tengan un aspecto lustroso y de buen ver en sus almas y, por tanto, en sus acciones.
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de
Ramón Burgos
Periodista