El poeta fuenterino Ramón Martínez se alza con el primer premio de relato corto Castillejo-Benigno Vaquero con un desgarrador relato sobre un naufragio en las costas de lampedusa.
El sábado, 29 de abril de 2023, a las 20 horas, en el Teatro Municipal Martín Recuerda, se realizará el acto de entrega de premios del XLVI Certamen Castillejo-Benigno Vaquero. Certamen organizado por el Ayuntamiento de Pinos Puente y la Asociación Cultural Benigno Vaquero.
En el mismo acto se brindó un homenaje a la escritora y filósofa, Mª del Carmen Lara Nieto.
La presentación del acto estuvo a cargo de Laura Sáez Zafra y finalizó con la actuación del Coro Rociero de Pinos Puente.
A continuación reproducimos el relato corto del profesor y escritor, Ramón Martínez con el que ha conseguido el primer premio de su categoría:
Ukiah había nacido para ser de agua recrea ficcionalmente la vida y la muerte de una madre y su hija, ahogadas al intentar encontrar un mundo mejor.
El 7 de octubre de 2019, una patera con 35 inmigrantes se hundía frente a las costas de Lampedusa. 35 mujeres buscaban una vida mejor, pero sólo 22 lograron ser rescatadas. 13 de ellas fallecieron.
Una semana después, la policía italiana consiguió llegar hasta los restos sumergidos de la embarcación. La corriente los había arrastrado casi a 500 metros del lugar del naufragio. Allí, a 60 metros de profundidad, el panorama era desolador: 13 cuerpos sumergidos, entre ellos el de una madre y su hija de apenas dos años, abrazados en el fondo del Mediterráneo.
El jefe de los buzos de la Guardia Costera, Rodolfo Reiteri, explicó a los medios de prensa al hablar de la posición de los cuerpos de madre e hija: “El hecho de que hayan permanecido así de juntos y la posición de los brazos de la chica nos hacen pensar que lo abrazó hasta el último momento”.
Este es el punto de partida del relato Ukiah había nacido para ser de agua. El final del mismo ya estaba escrito. Lo había redactado el mar.
UKIAH HABÍA NACIDO PARA SER DE AGUA
I EL MAR EN LAS ESTANCIAS
“Hay personas que han nacido para ser de agua”, eso se repetía Ukyah todas las mañanas cuando se levantaba con los ojos llorosos y el corazón cansado.
La vida tenía que ser otra cosa. Aquella persona que dormitaba con ella en la cama era un extraño. A veces, incluso ella se sentía una extraña, cuando desinfectaba su cuerpo con aquella ducha caliente, que no lograba borrar las huellas del desastre.
Aquellas manos ásperas le arañaban el alma. Cerrar los ojos era el único modo de sentirse libre. Pero aquel olor, su olor, lo penetraba todo y la sacaba de aquel letargo impuesto y deseado.
Sí. No lo quería. Nunca nadie le preguntó su opinión. Ella había nacido para ser un cuerpo sin piel, ajeno a las caricias.
Él ni siquiera la besaba. Todo era mecánico y carente de afecto. El placer, su placer, nunca era buscado, sólo consentido. Así que lo único que le quedaba era esperar que todo pasase lo más rápidamente posible, para evadirse de aquella pesadilla forzada.
Todo era monótono, como la lluvia que se estrella contra los cristales. Sí. Ella era un cristal a punto de romperse, un sueño imposible, una luz que se iba apagando lentamente.
Quería gritar, pero un nudo atenazaba su garganta. ¿Quién iba a escucharla? ¿A quién le iban a importar sus lamentos?
Ella había nacido para servir, sufrir y soportar. Tenía que ser así. Así vivió su abuela. Así murió su madre. No tenía fuerzas para cambiar las reglas estrictas que la sometían, que la hacían débil y cobarde.
¿Cómo luchar contra un mundo lleno de odio? ¿Cómo no hacerse daño, cuando todos te lo hacen? ¿Cómo no acostumbrarte a tanta pequeñez? ¿Cómo salir indemne de tanta estulticia? ¿Cómo no dejarte arrastrar a los abismos, cuando el abismo eres tú?
Todas estas ideas se paseaban por su cabeza como proyectiles que se estrellaban con el blindaje de su corazón.
En el fondo, algo en ella seguía aferrándose a una vida distinta, donde su cuerpo sintiera la brisa que roza esos rostros desconocidos y risueños, con los que a veces, por la calle, se cruzaba.
Aquella casa era una cárcel. Su dormitorio, un laberinto del que no conseguía escapar. Tan sólo encontraba un ápice de refugio en el cuarto de baño. Allí, cuando él se marchaba para el trabajo, encontraba la paz que le faltaba.
Llenaba la bañera hasta los bordes y se sumergía en el agua tibia, pura y cristalina. El vaho parecía cubrirlo todo de una especie de neblina benéfica, en la que se podía respirar algo parecido a lo que debía de ser la libertad.
Ahora sí podía sentirse a sí misma, podía escucharse desde lo más hondo de su ser. Sus manos y su cuerpo le pertenecían. Ya no había respiraciones entrecortadas, ni dedos, que como puñales, la laceraban hasta dificultarle la respiración.
Entonces soñaba con el mar, incluso sentía cómo las olas la acariciaban y un sol radiante le rozaba las mejillas con una calidez desbordante y sugerente.
Cerraba los ojos y la arena caliente masajeaba sus pies, mientras la línea del horizonte adoptaba una suerte de colores rosáceos, intercalados de una celestial blancura en forma de caballos alados y enormes manos redentoras abrazándose.
Ella también podía sentirse viva. Nadie podía prohibirle la imaginación. En aquel minúsculo habitáculo, un mundo nuevo y distinto la rodeaba. En él no había más que una norma: ser feliz.
Más de una vez, el agua se desbordaba por los bordes de la bañera y caía al suelo, formando un pequeño riachuelo que llegaba a desembocar en el pasillo que daba al salón.
Y es que el agua no entendía de límites. No había puertas que pudieran paralizar su impetuoso deambular.
Entonces, como si una fuerza lejana la arrancara de su somnolencia, escuchaba el borboteo y, con una rapidez inusitada, saltaba de aquel remanso de paz para achicar agua, minimizando los posibles daños que el líquido podía inferir en la madera maltrecha de los muebles y el pavimento.
Mientras tanto, pensaba en su mala suerte y se preguntaba por qué ella había nacido con una vida marcada.
Pero aquella mañana algo era distinto. Llevaba varias semanas con un retraso en el período y ella era muy regular.
Estaba asustada. Un embarazo era lo que él llevaba varios años esperando, para así perpetuar su estirpe con un vigoroso varón.
Pero, ¿Y si era una niña? ¿Cómo reaccionaría, si en lugar de un primogénito, naciera una débil niña?
Tan sólo de pensarlo un escalofrío le recorría la espalda, paralizándole los miembros.
Ella lo conocía mejor que nadie. No era una persona que atendiese a razones. Para él no había más lógica que la que imponían sus deseos.
Por eso, después de tanto tiempo, aquella falta se le antojaba un castigo más que una alegría. Había un 50 por ciento de posibilidades de traer al mundo a otra sufridora y ella no sabía si quería ser cómplice de aquella barbarie.
Una cosa es sentirse sometida y encarcelada y otra muy distinta dar a luz a una pequeña, a sabiendas de que ya nacería condenada.
Por otro lado, pensaba en la posibilidad de que fuese un niño. Por lo menos durante los meses de gestación no sería maltratada, pues estaba convencida de que su marido no haría nada que pudiese poner en peligro a ese hijo tan ansiado.
De hecho, todos los días, antes de marcharse para el trabajo con un portazo, la deleitaba con un “ni tan siquiera sirves para ser madre. Luego volveré e intentaré enmendarlo.”
No la quería. No. Ni se molestaba en disimularlo. Ella era sólo el medio para justificar un fin.
Todo era sucio e irreverente. Nada importaba su opinión. Ella era un cuerpo nacido para ser ultrajado, un despojo de carne y hueso al servicio de una causa impuesta.
Habría que esperar un par de semanas. Tampoco quería alentarlo con un embarazo que, finalmente, resultara fracasado. Además, ese tiempo de margen la ayudaría a reordenar sus ideas.
Mientras su mundo se derrumbaba, otro mundo distinto parecía asomarse a su ventana. Quizás era lo que había estado esperando para ser valiente, para acabar con todas las ataduras que llevaban años ahogándola.
Ahora se sentía fuerte. Una madre debía serlo. Ya no lucharía por ella. Ahora tenía una causa por la que intentar romper esas cadenas invisibles que tanto daño le hacían.
A veces, la vida te pone a prueba. Ella sabía mejor que nadie lo difíciles que pueden llegar a ser las cosas. Pero también es cierto que, cuando uno llega al infierno, solo el cielo puede redimirlo. Y ella había bajado hasta el propio averno. Había sentido cómo el fuego le devoraba los huesos y cómo su carne se retorcía por el dolor de la indiferencia.
Sí. Había sufrido lo indecible, pero en la más cruda soledad. Ya nunca más estaría sola. Ya nunca más sentiría el frío del desamparo.
En cierto modo, por primera vez en diez años, un vientecillo sereno parecía acariciar su piel. Aquello, sin duda, era algo parecido a la felicidad.
II A VECES LA SUERTE ESTÁ DE NUESTRO LADO
Pasaron los años y las estaciones se fueron incrustando en el rostro maltrecho de Ukyah.
La llegada de la niña a aquel hogar no había sido una bendición. Es más, desde su nacimiento, quedó bien claro que aquel error tenía que haber sido enmendado.
Y no es que Haikú no hiciera bien su trabajo, pero ya se sabe, a veces, la naturaleza es caprichosa y se empecina en llevarnos la contra.
Sólo así se explica el hecho de que a pesar de las continuas palizas, la falta de alimento y la propia pena, naciera aquella hermosa y robusta pequeña de ojos negros y dulce sonrisa.
Poco a poco Ukyah fue dejando de sentir dolor. A pesar de que su cuerpo parecía un campo de batalla, siempre tenía una mirada de ternura para su hija.
Nada le importaba lo que a ella le ocurriera, siempre que Uriel se mantuviera al margen de tanta barbarie.
El mundo eran ellas dos. Todo lo demás no existía. No había recuerdos anteriores al parto, ni más vida que la que ellas habían compartido juntas. En aquella casa sólo había dos seres que habían nacido para quererse, dos almas que no podían más que habitar un cuerpo.
Sí. Por más que quisiera, ya no podía hacerle daño. No se puede herir aquello que está fuera del alcance y ella ya no estaba allí, ya no tenía miedo. Por primera vez se sentía valiente. Sus brazos eran fuertes y sus pies ligeros.
Como había podido, había ido guardando algo de dinero. Una moneda que le sobraba de la compra, otra que le sustraía de la cartera. Todo siempre con mucho cuidado, para no levantar la más mínima sospecha.
En casi diez años, no se había permitido el más mínimo lujo. En su mente sólo había una escapatoria y, para conseguirla, necesitaba el maldito dinero.
Ahora, por fin, un nuevo horizonte parecía abrirse a lo lejos. Ya tenía con qué pagar los dos pasajes. El peligro era cierto, pero también necesario. A veces, uno debe decidir entre vivir encadenado o morir libre. No había dudas. Uriel se merecía algo mejor. La suerte parecía estar de su lado.
III UN HORIZONTE SIN ORILLAS O COMO SUEÑOS AL VIENTO
(El mar arrecia y los suspiros se amontonan
como sueños que esparce el viento.
El aire desordena los cabellos,
atenaza los miembros
y los ojos se detienen
en busca de un confín sin horizonte.
No hay palabras de consuelo,
ni una sonrisa cómplice
en esa veintena de rostros sin patria.
(El mar arrecia y la noche se hace más oscura.
No hay estrellas que cobijen los cuerpos
y la luna con timidez alumbra sus destinos
con la incertidumbre del rocío sobre la rosa.
El tiempo es el único aliado
para quien no tiene nada de su parte.
Cada segundo es un latido más,
una ilusión distante, aún latente,
en medio de este mundo sin orillas.
Y mientras tanto el mar arrecia,
la noche se hace más oscura
y los suspiros se amontonan.
Hay cuerpos que han nacido para ser aguas sin reflejo.
La brisa esconde los lamentos
y un oleaje indómito arrasa sus contornos.
Nada queda ya.
Ni un solo murmullo.
Sólo sueños que amortaja el viento.)
Aquella noche Ukyah y Uriel buscaron la felicidad en aquel mundo sin orillas.
Pero el mar no entiende de compensaciones o deudas, tampoco sabe de ultrajes; tan sólo hace suyas las vidas destinadas al fracaso.
Ahora hay dos cuerpos abrazados frente a las costas de Lampedusa. Allí, a 60 metros de profundidad no están solas.
En este cementerio de inmigrantes que es el Mediterráneo yacen miles de olas que otras noches se estrellaron contra el viento.
Sus cuerpos inmóviles contrastan con el movimiento de unos cabellos que se dejan arrastrar a su suerte por la ligera corriente del fondo marino.
Ellas son la imagen visible de todos los sin nombre que murieron, mueren y morirán ante nuestra mirada indolente.
Al menos nos queda su recuerdo y la imagen eterna de este abrazo.
(Porque desprenden tus ojos esa melodía
de las hojas desterradas por el viento
y tu cuerpo es el fruto de un vientre sin tiempo,
cuyo eco hiere el nuevo día.
Porque llevan tus brazos el peso de una vida
que frágil acaricias con los dedos
y que arrojas al mar del desconsuelo
mientras bañas su llanto con la brisa.
Porque lejos de la costa no hay sonrisas,
flor carnívora de sombra, noche y duelo
que ahogas las horas con tu velo
de indolentes olas, suspiros y caricias.
¿Por qué desprenden tus ojos esa melodía
de las hojas desterradas por el viento?
Porque no hay corazón, sólo cemento
y un titular sin más: “dos nuevos muertos este día”.)