Suceder a alguien –en el sentido más estricto de la palabra– tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes, sobre todo si hay por medio herencias que podríamos definir como de “doble filo”.
En casi todos los casos –en las empresas, en las instituciones e incluso en las familias– se ha puesto “de moda” pedir, con todas sus consecuencias, auditorias tanto económicas como morales. Y ello, sin pensar en que los resultados pueden afectar, a propios y ajenos, de manera directa o indirecta.
Casi puedo decir que se trata de una “técnica” que va más allá de la búsqueda real de lo acontecido, para convertirse en un ejemplo de justificación que “encadena” promesas hechas con anterioridad y que, ahora, tendrán difícil cumplimiento.
Ni que decir tiene que, además, todo ello se airea con publicidad y vocerío más propio de manifestaciones callejeras no autorizadas que de transparencia social.
Quizá –y sin quizá– haya llegado el momento de preguntarse el por qué nos estamos empecinando en levantar alfombras que nosotros mismos habíamos ayudado a colocar.
En mi opinión, y teniendo muy en cuenta que no todos los “embarcados son de la misma calaña”, hay unos apuntes que deberíamos valorar a la hora de emitir cualquier juicio: nuestra falta de solidaridad, nuestro egocentrismo…, incluso la certeza –innata en determinados personajes– de “a mí no me va a tocar”.
Lo digo por aquello de que cumplir con las normas a rajatabla –las inherentes al bien común– no es una condena impuesta sin sentido; todo lo contrario, pertenece al alma de las personas de bien, aquellas que siempre tienen muy en cuenta la responsabilidad social, tanto personal como colectiva.
Así, desde ahora, os propongo, me propongo, tener el mayor cuidado al adjetivar un sustantivo –a nuestros semejantes y a sus hechos– para no deteriorar el significado primigenio, en evitación de sambenitos como símbolos de infamia.
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de
Ramón Burgos
Periodista