Ya desde pequeño me enseñaron –entre otras definiciones, que no vienen a cuento ahora– que hay dos formas de estar orgulloso: la del pecado y la de la honra.
Sobre la primera, “Se dice que Pecado del Orgullo es El Pecado de Pecados porque fue este pecado lo que transformó a Lucero (…) en Satanás, el diablo” (“El pecado de orgullo, una obsesión del yo”, monografias.com).
Todo lo contrario, al menos para mí, sucede cuando ponemos en juego nuestra honra: “Estima y respeto de la dignidad propia. Buena opinión y fama adquiridas por la virtud y el mérito” (RAE).
Pues bien, pocas fechas atrás, en un acto celebrado Villa Astrida, Playa Granada, Motril, recibí la mejor lección de cómo hay que afrontar y comunicar la “reputación”, según establece el artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Allí se reunieron las representaciones más variopintas para recordar al rey Balduino, en el 30º aniversario de su fallecimiento; perfecta unión de las instituciones y la ciudadanía en homenaje a las indiscutibles virtudes de un hombre que supo ser “uno más”, entendiendo y poniendo en práctica lo que se le demandaba hasta extremos insospechados.
Y este “aleccionamiento” –necesitamos muchos más– me ha llevado a la reflexión sobre la necesidad perentoria de parar el tiempo de recuerdos y reencontrarme con el día a día, a modo y manera como ya os he hablado en anteriores ocasiones; es decir, sin perder de vista lo aprendido.
Habrá que anteponer –no me canso de repetirlo– la calma a las decisiones imperativas e insensatas; habrá que replantearse cuestiones que siempre dimos por intocables; habrá que socializar la casa, el barrio, la ciudad, el país… Y para este esfuerzo, indiscutiblemente titánico, precisamos la “unidad de actuación” –aunque nuestros pensamientos e ideas tengan signos contrarios–.
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de
Ramón Burgos
Periodista