Hoy he recibido una lección de cariño –diría: hasta de amor–. Ha sido en una reunión con “seres sintientes”, como los llaman ahora, y sus respectivos dueños… Un cachorro perdido buscaba refugio desesperadamente. Y lo encontró, aunque le costase un poco entender que allí no tenía que defenderse de nada ni de nadie. El agua y las caricias hicieron el milagro que yo contemplé desde una cierta distancia, recordando –os lo confieso– una “sentencia”, leída horas atrás, de la psicóloga Helena Cueto sobre las hojas caídas en esta estación en la que vivimos: “Metafóricamente hablando, el otoño (…) nos invita a soltar lo que ya no necesitamos, desapegarnos de las formas de ser que ya no dan fruto, encontrar un lugar de calma interior y prepararnos para empezar de nuevo”.
Y es que, ahora y siempre, en todos los entornos en los que nos desarrollamos como personas, la coherencia debería ser una de las “virtudes” que definiesen a nuestra “alma” y, por tanto, a nuestras relaciones con los demás –sean cuales sean sus razas, doctrinas, creencias u orientaciones–.
Como reflexión contrastada en el diario vivir, me ocupa la actual “sensibilidad ciudadana” a la hora de definir personas o cosas, quizá por la tenuidad de las opiniones y, por tanto, la falta de reflexión sobre los hechos que se imputan. Parece como si la ligereza y la falta de meditación al emitir juicios –junto a la nula introspección y la olvidada ponderación– se alzase como la fórmula mágica para conseguir la masculinidad o la feminidad.
Dejadme decir –reiterar– que, al menos, la trivialidad y la frivolidad –en fraseología popular, “caradura”, “morro” o “jeta”– se han adueñado de bastantes discursos ciudadanos, añadiéndoles, además, un final despiadado: la culpabilidad de las víctimas inocentes.
Y no quisiera llegar al punto de desaliento que algunos adjudican a lord Byron: «Cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro».
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de
Ramón Burgos
Periodista