Disfrutar de la comodidad, sentirnos dueños de la despreocupación, no tener que asumir responsabilidades…
¿Hay algo más fácil que criticar? Siempre expuestos a la facilidad (tentación) de una malintencionada opinión o de una crítica perversa. Dependiendo de en qué lado estás, qué rol social representas o qué profesión ejerzas, la reprobación sobre ti está servida. No hay escapatoria. Y por si faltaba poco, las redes sociales aseguran que nadie escape al derrotismo oportunista que te concede la libertad de opinión.
Lo de menos son los argumentos. El placer por el placer de amonestar, increpar, maniatar o ridiculizar al otro. Si no la mente preclara será el atizador impulsivo, el fantoche díscolo por naturaleza, el demagogo sin tiempo cotizado, los agoreros catastrofistas o el individuo cuyo único lugar al que sabe mirar es a su poblado ombligo.
Quienquiera conseguir la inmunidad sobre este arma tan fácil de cargar tiene una salida tan fácil como aburrida: mantenerse al margen de cualquier atisbo de realidad, ser mero espectador y convertirse en cómplice, no vaya a ser que nos sintamos reconocidos con el pelele de Goya, manteado como un siniestro muñeco.
Pero lo peor de todo es la distorsión de la realidad a la que sometemos esta cuando percibimos el mismo hecho solo según intereses personales.
Disfrutar de la comodidad, sentirnos dueños de la despreocupación, no tener que asumir responsabilidades… es lo que nos va. Y nos creemos en el derecho de opinar de todo y hacernos víctimas en un campo tan estéril, árido e insoportable como es el de la opinión interesada, tan lejos del pensamiento racional e imparcial.
Y siempre queda la opción de donde dije digo, digo Diego. Desgraciadamente, la caja de resonancia de la crítica despiadada es más atronadora que la de la sensatez, aun perdiendo en su estruendo toda credibilidad. Especialmente peligrosos aquellos que hallan en el vituperio el hedonismo perfecto a sus complejos y frustraciones. Y en esto como en otros ámbitos, la persuasión vale su peso en oro: un habilidoso orador es un infalible gladiador.
Hechizados como estamos por la sobreinformación que nos abruma, cabría preguntarnos la relación que entre sí tiene este triángulo: información-opinión-verdad. Información y verdad, información y opinión, opinión y verdad.
La euforia y seguridad que aporta el anonimato de las redes sociales incitan a campañas de desprestigio que ciertas empresas compran contra rivales y enemigos. Un equivalente de andar por casa es la rumorología, una voz común cada vez más letal que la inspira el diablo. Ahí están ejemplos sonoros para difundir información falsa, manipular elecciones o denostar a un personaje público para presumir precisamente de aquello de lo que carecemos. Ya lo dijo el sabio San Jerónimo: «Nuestras críticas nos afectan a menudo a nosotros mismos; atacándonos a nosotros mismos, aludimos a nuestros propios defectos; tartamudos, nos atrevemos a criticar la oratoria».
Nuestra servidumbre hacia las nuevas tecnologías hace que los insultos y los desmentidos, los ataques infundados y las férreas defensas, aprecien el ciberespacio como el terreno propicio para así, mirando a diestro y siniestro, mirando al cielo, disparar sin cesar a las nubes.
José Luis Abraham López
Profesor de ESO y Bachillerato