Parece una contradicción pero no lo es. Que las Navidades son fiestas cargadas de alegría, cantos, luces y colores, es un hecho evidente. Pero es igual de cierto que, precisamente por esto, las personas que están solas, en estas fechas se sienten más solas aún. Esta es una verdad que conocen muy bien las ONG que se dedican a atenderlas. Considero que la soledad es tanto un hecho real como un sentimiento. Quiero decir que una persona sola paseando por un parque puede sentirse muy acompañada, y otra, entre una multitud, percibir que está sola. También participo de la idea de que cada uno lleva su soledad como puede.
Muchos artistas han representado este sentimiento en sus obras, pero si tuviese que elegir sólo a uno, me inclinaría por el pintor realista Edward Hopper (Nyack, Nueva York, 1882-1967). La ambientación en la que sitúa sus obras transmite desasosiego, alienación y desamparo. Will Gompertz, en su libro “Qué estás mirando” (2013), dice que “Hopper tuvo la habilidad de arrastrar al espectador a un mundo de pesimismo, con escenas de soledad y figuras desprotegidas en entornos aislados y abandonados”; e Ioana Gruia, autora de la obra “Las mujeres de Hopper” (2022), manifiesta que el “El pintor no pudo huir de sí mismo ni de sus personajes solitarios e incomunicables”.
De todo el elenco de su repertorio me inclino por las cuatro siguientes, por estimar que reflejan la soledad de una manera tangible. En “Road in Maine” (1914), nos muestra una vía de tercer o cuarto orden (yo diría que parece más bien un camino) donde no circula ningún coche ni se espera que circule. “Automat” (1927), un lugar de hostelería típico de los años 20, nos presenta a una chica sola tomando un café con una mirada rígida. En “Hotel Room” (1931) contemplamos una anónima habitación de hotel donde una joven reposa al borde de una cama. Es de noche y se ve cansada. “Nightawks” (1942) plasma la soledad de la madrugada en un bar de la gran ciudad a través de tres almas solitarias, derrotadas y deprimidas. Las cuatro citas están tomadas de “Hopper”, Rolf G. Renner (2007), aunque la descripción del contenido es mía.
Soledades hay tantas como personas. Está la soledad de los ancianos en las residencias donde los dejamos por su bien; nunca por el nuestro, decimos. Puedo hablar con conocimiento de causa porque he estado apoyando a un familiar durante ocho años que vivía en uno de estos hogares para personas mayores. Lo visitaba con bastante asiduidad y sus compañeros se extrañaban porque sus propios hijos no iban a verlos tanto como ellos deseaban. Afirmaban que era un privilegiado. Seguramente estos mayores sacrificaron su vida para proporcionarles una buena ocupación, y ahora que los necesitan, no los pueden ver debido a las obligaciones de sus trabajos. Como dice Rubén Blades, “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.
Luego, en palabras del director de una de estas residencias, si los familiares de los ancianos quedan en paro, los sacan para llevárselos a casa porque necesitan su paga de jubilados para subsistir: ¡ésta es la sociedad mezquina que nos hemos dado! De igual manera, vemos a los mayores paseando por la calle acompañados por una persona ajena a su entorno, casi siempre sudamericana. ¿Es que ya no tienen familia? ¿A cuántos ayudaron ellos? ¿Por cuántos se desvivieron?
Está también la soledad de esos jóvenes que creen que por tener muchos “me gusta” en su red social están muy bien acompañados, confundiendo amistad con todo lo que se menea en la jungla virtual. Por desgracia, con una frecuencia mayor que la deseada comprobamos que un adolescente se ha quitado la vida. Y entonces viene la estupefacción de los suyos: ¡Pero si tenía muchas compañías!¿Se sentiría acosado? ¿Estaría excluido del grupo? ¿Qué haría en su habitación cuando se encerraba supuestamente a estudiar? Igualmente existe el sufrimiento y la soledad de los jóvenes superdotados (llamados ahora de altas capacidades) que precisamente por su singularidad se sienten marginados en clase. Los tutores saben bastante de estas cuestiones cuando los padres les piden ayuda después de confesarles que no saben qué hacer con su hijo. Otra de la soledades habituales es la de esas parejas que no se comunican aunque vivan bajo el mismo techo. No pueden divorciarse por el coste que lleva este trámite, porque tienen hijos a los que atender y no quieren darles un disgusto o porque no pueden hacer frente a sus deudas y consideran que las solventarán mejor juntos que separados.
Aunque no es fácil encontrar remedio para la soledad, cada persona, en función de sus circunstancias, busca el suyo. Éstas lo hicieron así: Brian Lowe finalizó un máster en la universidad de Cambridge a los 100 años; el keniata Kimani Maruge, con 80 años, ha sido la persona de mayor edad en iniciar estudios de Primaria; y Marcel Rémy, con 99, sigue escalando. Mi compañero de desayuno (un exabogado de 83 años), viene todas las mañanas acompañado de un tocho de 1.200 páginas de las obras de algunos Premios Nobel de Literatura al que se encomienda mientras degusta su descafeinado. También los abuelos anónimos de nuestros pueblos, tras dedicar toda su existencia al campo, siguen yendo a realizar pequeñas labores porque dicen que les dan la vida.
Próxima entrega: Aprendizaje a lo largo de la vida
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Maestro,
doctor en pedagogía
y profesor titular de universidad