Amenazar con sanciones, porque no prosperan los proyectos planeados, es más propio de dictadores que de organizadores. Sentencia que no dudo –ni por un momento– en aplicar a tirios y troyanos; y que cada cual salve su pellejo como pueda.
Lo escribo especialmente a tenor de las últimas “recomendaciones” recibidas para formar parte de actividades ciudadanas, incluso particulares, cuyos organizadores están recurriendo a un curioso e inventado “protocolo”, por llamarlo de alguna manera –absurdamente restrictivo–, que va más allá de todas las forma de socialización conocidas y por conocer.
Y aunque opino como el patriarca bíblico, protagonista del libro de Job, que soportaba las pruebas celestiales con estoicismo infinito, otra cosa bien distinta es aguantar de manera imperturbable las memeces terrenales –“Señor: me he puesto a hablar lo que no debía decir. Retracto mis palabras. Me arrepiento de lo que he dicho al protestar” (es.aleteia.org)–; por ello, sostengo –y no me arrepiento– que debemos mantener, por encima de todo y todos, que los cambios en una sociedad democrática no tienen que estar sustentados por acusaciones vanas ni por actitudes revanchistas y que los traspasos en el poder han de ser limpios y ordenados, sin ocultaciones maliciosas ni revanchismos trasnochados.
El uso de formas diferentes nos llevaría indefectiblemente al riesgo cierto de la división de la “sociedad civil”, término que, por cierto, estimo que se está utilizando por algunos con un fin que no corresponde a su sentido natural. ¿O es que existe una sociedad política, otra judicial, otra ejecutiva, y así sucesivamente? Prefiero no creer que esto último pudiese llegar a ser cierto.
Dictaminar, sin análisis justos, es, al menos, reprochable y condenable, sin que exista paliativo alguno para este proceder. Y menos aún cuando por ley o decretos “consensuados” se impone a todos aquellos –la mayoría– que no se nos deja exponer criterio alguno.
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de
Ramón Burgos
Periodista