Vivo retrato del propio autor, cuya efigie se muestra nítida ante la mirada del lector: tímido, imaginativo, travieso, vulnerable y explorador atento a su círculo más próximo.
La infancia conforma una vasta topografía a la que consagramos con el recuerdo, normalmente idealizado por los poetas, que han visto en este periodo la imagen perfecta del paraíso perdido. No sucede así en Antonio Marín Albalate. La idea temática de Hombre despatriado pertenecía al proyecto inacabado Hijo del pelargón (desmemorias y olvidos). Como molde a este título, el autor reconoce la influencia del trabajo El muchacho despatriado. Juan Ramón Jiménez en Francia, de Ignacio Prat.
El libro queda organizado en torno a tres partes, desigual en número. El encabezamiento de la primera, “Niño en desinfancia”, narra y describe sin pudor una infancia desmitificada y amenazante. Episodios concretos de esta (la visita del médico durante un periodo gripal, personajes que por sus ocurrencias o extravagancias el poeta recupera del olvido, estampas domésticas con sus padres, los veranos con su prima Teresa, el joven cansado de cortejar a su novia…) convierten al conjunto poemático en una obra autobiográfica, acotada en un periodo sin resquicio para el ensueño ni la divagación en un turbador mundo de adultos.
En esta actitud retrospectiva, ciertos personajes trascienden la anécdota o la figuración meramente coral: la presencia del doctor, la anciana demente, el vigilante de las acequias, el infortunado joven Andrés, los éxitos musicales de aquellos años (los Brincos), pederastas y acosadores. Si el niño asiste a estos acontecimientos será con los años cuando adquiera verdadera conciencia de su trascendencia y es cuando se atisba su ruido ensordecedor, su desasosiego permanente.
Pero no olvidemos un detalle: si el personaje es un niño, el poeta se recrea en él pasadas las décadas, no ajeno a la época actual, y así hace un guiño a conflictos de identidad de género, tan de actualidad: «sobre el hombre –sin lenguaje inclusivo–, / que también es mujer, transexual o gay». Solo en esta primera agrupación estructural, el título de los poemas aparece como colofón del mismo, entre paréntesis, como si fueran notas aclaratorias de obras pictóricas con la siempre alusión al niño, marcando así –también sintácticamente– el centro sobre el que pivota esta secuencia.
Para la segunda parte, “Desperté de ser niño”, Antonio Marín se ha sentido tentado por Miguel Hernández. En el único poema que conforma esta, el poeta es ahora el adulto, y como padre disfruta de la presencia de su hijo en sus juegos: «Yo era feliz en esa delicada / prisión de los sueños que nos viven».
Con la personificación “Un frío demente” –tomado de una composición homónima de Francisco Brines– rotula Marín Albalate la tercera división del poemario. Esta vez es la pérdida de seres queridos (familiares y amigos) la clave interpretativa de los últimos veinte poemas en los que el poeta se manifiesta como último baluarte de la memoria familiar.
De esta manera, Hombre despatriado constituye un espejo que proyecta una doble imagen: la de la personalidad vital y literaria del sujeto que escribe para mirarse en él.
Hasta aquí la primera representación. Por lo que atañe a la personalidad literaria de Antonio Marín, este libro constituye todo un vivo retrato del propio autor, cuya efigie se muestra nítida ante la mirada del lector (delgado, larga nariz), tímido, imaginativo, travieso, vulnerable y explorador atento a su círculo más próximo (por ejemplo en “Abuelo Rafael”: «solitario, callado y muy triste»). Y hasta corrosivo en “Página en negro”, todo un alarde caricaturesco de ingenio en la percepción de sí mismo. Y lo hace con una sinceridad que le ennoblece y hace justicia a su concepto de memoria escrita: «deben ser verdaderos, sin florituras, ni camuflajes», lo cual nos hace destacar dos cualidades vitales: la honestidad y la voluntad poética.
Pese a ese tono más popular por sencillo en la expresión, en ocasiones, el poeta recurre a pasajes mitológicos (la infancia de Hércules en «Aquella cuna llena de serpientes») desmitificados algunos como en “Alas para qué os quiero”, a parentescos y pasajes bíblicos del Génesis y voces literarias como la de Antonio Machado («Y más cosas que recordar no quiero»); otros basados en narraciones contadas.
Otro de los estilemas es la adaptación de distintos registros en el discurso: la primera y la tercera persona con una perspectiva de los hechos externa e impersonal, el estilo directo e indirecto y el monólogo interior, no exento de cotas de fina poesía cuando recurre a aliteraciones, paradojas, oxímoron («y así me vuelvo loco de tan cuerdo»), calambur («Ahora lo veo claro, todo con cuerda»), epifora, rimas internas…
Tan frecuente en su obra poética, la deconstrucción del refranero («Éramos tres y enloqueció la abuela») conviven con acortamientos y cultismos (estos últimos pertenecientes al campo de la medicina: fonendoscopio, electrocardiograma, frenopático, elefantiasis, miocardio), así como autorreferencias a versos y poemarios de la producción propia de Marín Albalate. Y luego los juegos léxicos tan del gusto del poeta cartagenero, como este de “Resignado paisaje”: «Sentado sobre la sal de un mar muerto».
Más allá de la narratividad, del tono conversacional y el sesgo antirretórico que predominan en Hombre despatriado, en ciertos momentos Marín Albalate desvela su sentir la poesía como un ejercicio y empeño inútil «aclarando la tinta / de todas las palabras que son agua» y pensando en un lector posible; de ahí las notas aclaratorias y una breve justificación de la obra. Desconocemos si tampoco es eficaz para saldar la deuda con las sombras fantasmales del pasado.
José Luis Abraham López
Profesor de ESO
y Bachillerato