Al menos me resulta curiosa la “retrotracción” –retrotraer– de aquellos términos que habían caído en desuso y que, por una u otra causa –casi siempre relacionadas con el interés personal de engrandecer a alguien que no posee los méritos necesarios– vuelven al lenguaje de determinados personajes afectos a “hacer la pelota”. Uno de aquellos es el verbo “ameritar” –“merecer, ganarse, meritar, dar méritos” (RAE)–, alta y peligrosamente empleado sin que se tenga en cuenta consecuencia alguna.
Así, no me extraña que universidades, centros de formación y hasta ciudadanos independientes estén esculcando, uno a uno, expedientes y curriculum, sin duda inflados –cuando no, falsificados–, que se aportan para justificar una formación que nunca se había alcanzado por medios honestos.
De hecho, cuando se descubre una falsedad de este tipo –y hay más de las que nos podemos imaginar– lo inmediato que hace el “descubierto” es negar la mayor y recurrir a los tribunales para lavar su honor. ¡Cómo admiro a sus señorías aguantando tanta inmoralidad!
Es verdad que – en estos casos como, a mi entender, en todos, la prudencia siempre ha sido buena consejera, pero en un marco de igualdad y respeto a las normas colectivo-universales. Los derechos propios tienen su límite en la no colisión con los ajenos. Ni siquiera las “mayorías” –sean, en un contexto más global, “facciones” o no– pueden aplastar a las “minorías”; y más aún si la equidad no es la norma primigenia.
Entiendo que he “demarrado” del sentido inicial de esta reflexión, pero es que no puedo dejar de decir lo que siente mi corazón: la convivencia en paz y armonía, sin mentiras, está muy por encima de cualquier proyecto de reboticas impenitentes con el que nunca voy a comulgar –los inventos, con gaseosa y sin que perjudiquen a la salud de los demás–. Amén.
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de
Ramón Burgos
Periodista
