Cada día admiro más a las sociedades de los insectos –los que viven en grupos organizados–: “son capaces de realizar la mayoría de las formas básicas de aprendizaje empleadas por los mamíferos; pero no son capaces de reorganizar sus recuerdos cuando se enfrentan a un problema nuevo”, “¿Cómo se comportan los insectos sociales?”, Google.
Lo recojo hoy porque me da en la nariz que, últimamente, a los humanos nos está pasando algo parecido: en nuestro deambular social, estamos dejando a un lado nuestras experiencias –sean del carácter que sean– para “crear” nuevas “sensaciones” sin contraste alguno, muy cercanas a lo que podríamos llamar locura.
Así, entenderéis que comience a plantearme serias dudas sobre el qué y el cómo se deben afrontar los muchos cambios que, desde la cuna hasta el último día, se producen en aquello que antes se definía como “unidad por amor” (familia).
Así, y más allá de lo mantenido en las redes sociales, publicaciones o informaciones al alcance de muchos, los corrillos callejeros están sobrepasando tonos de desesperanza limítrofes al enojo. Quizá por la falta de acción poblacional al respecto –desidia por anteponer el interés particular al general, el partidista al global–.
Y dicho esto, permitidme que sueñe con que un nuevo testimonio alcance a lo más profundo del ser; es decir, a nuestras almas, en relación con todos los demás; “a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, cualquiera que sea la tradición religiosa a la que pertenezcan” (Papa Francisco), incluso a aquellos que no profesan ninguna doctrina, pues, ahora menos que nunca, no es tiempo de alimentar diferencias. Hay que mirarse a los ojos, donde brilla siempre la verdad, y, llamando de puerta en puerta, emprender juntos el camino de la nueva humanidad.
Propongo que la dignidad presida todas nuestras actuaciones. Que, para siempre, nos olvidemos de fachendear –“Hacer ostentación vanidosa o jactanciosa”–, de papelonear –“Ostentar vanamente autoridad o valimiento”– (RAE).
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de
Ramón Burgos
Periodista