Fueron tiempos complicados
los que vivió Federico;
nació el año del Desastre,
cuando ya acababa el siglo;
España perdía una guerra
con los Estados Unidos;
se independizaron Cuba,
Filipinas, Puerto Rico;
a España la desbordaban
la miseria y los conflictos;
no se hallaban soluciones
a los problemas políticos;
era todo decepción,
apatía y pesimismo.
Algunos intelectuales
alumbraban el camino
con las brillantes propuestas
del Regeneracionismo.
En mil novecientos dos,
al comenzar nuevo siglo,
sube al trono Alfonso XIII
sembrando cierto optimismo;
pero los cambios no llegan
y todo sigue lo mismo:
alternancia en el poder,
injusticias, caciquismo,
huelgas revolucionarias,
desórdenes colectivos,
sangrienta guerra en Marruecos,
brotes de separatismo,
dictadura militar,
prohibición de los partidos,
comicios municipales
y el rey se marcha al exilio.
En abril del treinta y uno
España cambia de signo
adviniendo la República
entre el fervor colectivo.
Pero las viejas rencillas
retornan con nuevos bríos;
se adueña de nuestra tierra
un ciego radicalismo
tanto en la ciudadanía
como en ámbitos políticos.
En el año treinta y seis
España ha perdido el juicio;
el espectro de la guerra
nace del visceralismo,
la sangre mancha los pueblos,
los campos y los caminos,
la muerte corre alocada
en caballo embravecido.
De nuevo la vieja España,
juguete de un cruel destino:
los hermanos frente a hermanos
resucitando el cainismo.
A comienzos de esta guerra
mataron a Federico.
Las madrugadas de agosto
aún tiemblan de miedo y frío.
Y en la Fuente de las Lágrimas,
dicen algunos testigos
que por la noche navegan
sobre las aguas, suspiros.
Las guerras. Siempre las guerras
a lo largo de los siglos
y en el ara de su altar
odio y muerte en sacrificio.
No solo pierden las guerras
los que en ellas han perdido,
las guerras las pierden todos,
vencedores y vencidos.
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Profesor jubilado y escritor, autor de
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