En su ámbito específico, la cultura occidental ha de recuperar una abrumadora hegemonía para enfrentarse sin complejos al riesgo cierto de involución que suponen otras culturas alojadas en el seno de aquel.
Las tres culturas a las que me refiero en el título de este artículo no son, como resulta habitual cuando se utiliza esa expresión, aquellas -la cristiana, la musulmana y la judía- que coexistieron en la España medieval (y digo, adrede, “coexistieron” en vez de “convivieron” para huir de falsos tópicos que ciertas narrativas históricas tendenciosas pretenden que asumamos sobre ese asunto). No, las tres culturas a las que me refiero son las que están instaladas actualmente en el solar de Occidente y, más en concreto, en el de Europa occidental.
Tenemos, en primer lugar, obviamente, la cultura todavía predominante, la occidental, que, fundamentada en las aportaciones de Grecia y Roma así como en la religión judeocristiana además del elemento germánico, culmina en su desarrollo con la Ilustración, la corriente intelectual del siglo XVIII cuyo propósito declarado fue someter todo al tribunal de la razón, de modo que aquello que no superara el dictamen racional fuera sustituido por lo que sí se adaptara a las exigencias racionales para bien del género humano. Frutos granados, a la postre, del triunfo del espíritu ilustrado en nuestro ámbito fueron, por ejemplo, la democracia liberal, la separación entre Iglesia y Estado, la tolerancia religiosa, la igualdad entre hombres y mujeres, el avance científico y tecnológico, la ampliación de la educación al conjunto de la población, etc., en suma, nuestra era moderna. Por ello, pese a todo, como ha afirmado el relevante filósofo alemán actual Peter Sloterdijk, “la decadencia europea es aún lo más atractivo que hay en el mundo como forma de vida, seguida por lo que queda del sueño americano”.
En segundo lugar, encontramos, en pleno proceso de asentamiento, una cultura importada por sucesivas oleadas de inmigrantes procedentes de los países de origen de la misma hacia el Viejo Continente, a saber, la musulmana. Esta cultura es el producto de la religión islámica pues esta última constituye una religión que crea una civilización (la musulmana) al tratarse de una fe que aúna, de manera inextricable, creencia con aspectos políticos, jurídicos, sociales, morales, etcétera. Esta otra cultura presenta la dificultad de que resulta incompatible en puntos decisivos con la primera. El historiador José Álvarez Junco han sintetizado, magistralmente, del modo siguiente esas “zonas de fricción” entre ambas: “El islam (…) sigue sin adaptarse a la modernidad en, al menos, tres terrenos fundamentales: la separación Iglesia-Estado, lograda en Occidente tras la huella ilustrada; la igualdad de géneros conquista de los movimientos feministas del XIX y XX; y la pluralidad de creencias como base de la convivencia libre. Sin aceptar estos principios, las tensiones que produce el impacto de la modernidad llevarán a la crispación y, en los más locos, a la violencia asesina. Con lo cual, al final, resulta que sí, que en el islam hay problemas específicos que generan tensiones y, en casos extremos, terrorismo”.
Finalmente, la “tercera en discordia”, por así decirlo, y de data más reciente es la “corrección política”. La “corrección política” constituye un movimiento desarrollado en los campus universitarios de los Estados Unidos (fermentado por el pensamiento de ciertos filósofos “foráneos” como Marcuse o Foucault), a partir de las últimas décadas de la pasada centuria, el cual reacciona de forma muy crítica frente a la tradicional situación de discriminación de determinados grupos —mujeres, homosexuales— o minorías étnicas —negros, latinos, etcétera—, de modo que ello implica, en relación con los colectivos discriminados, procurar no herir sus susceptibilidades, afirmarlos y resarcirlos, movimiento que se ha extendido también a Europa más allá, incluso, de los círculos estrictamente de izquierdas.
Pues bien, la encrucijada en la que nos hallamos en este preciso instante en Occidente consiste en que, a la hora de afrontar adecuadamente desde la cultura aún dominante -ahormada en los valores de la Ilustración- los desafíos conocidos que plantea la segunda de ellas, la más nueva de las tres opone grandes obstáculos al respecto ya que cualquier enfoque crítico o medida que se proponga en ese sentido, por mucho que la razón los asista, son calificados sistemáticamente por parte de aquella como “discurso del odio”, en un caso, e “islamófoba, en el otro. Lo cual no es de extrañar dado que para la “corrección política” los musulmanes representan una “clase oprimida” habida cuenta de que, fuera, en sus territorios originarios, estuvieron subyugados por las potencias coloniales europeas y, dentro de las propias sociedades occidentales, se encuentran marginados. Es más, en la práctica existe una alianza entre el islam y la “corrección política” -lo que en Francia se denomina el “islamoizquierdismo”-, una alianza coyuntural nada sorprendente en tanto les une, a pesar de sus profundas diferencias de fondo, el objetivo común de “deconstruir” la cultura occidental, para el primero porque resulta demasiado “liberal” (en la acepción moral del vocablo) y para la segunda porque no lo es lo suficiente. Dejo al buen criterio del lector el juzgar cuál de los dos coaligados desempeña aquí el prescindible papel de “tonto útil”.
Por tanto, para enfrentarse sin complejos al riesgo cierto de involución que supone la segunda de las culturas aludidas, la modernidad (o, si se prefiere, la “neoilustración”) ha de derrotar antes, por los motivos expuestos, a la “corrección política”, es decir, la cultura occidental ha de recuperar una abrumadora hegemonía. Y para ello hay que romper la censura que el adversario inmediato ha impuesto (la “tolerancia represiva” de la que hablaba el mencionado Marcuse) sobre este y tantos otros temas propiciando así que, dentro de los mismos, se escuchen también y acaben prevaleciendo las voces sensatas, las únicas que pueden inspirar después el correcto tratamiento de los problemas que aquejan a las sociedades. Como ha afirmado -la cita es un poco larga, pero merece la pena leerla- alguien que abrió este camino y goza, en consecuencia, de cada vez mayor predicamento, el pensador francés Alain de Benoist: “El sistema de censura durará lo que tenga que durar. Mi parecer es que se hundirá por sí solo por el efecto de su propio movimiento. Llegará el día en que, como ya se puede vislumbrar, los denunciantes no tendrán más remedio que denunciarse entre ellos. De momento estamos rodeados de moralistas que pretenden hacernos lamentar nuestra supuesta indignidad. Pero nosotros no tenemos nada de qué arrepentirnos. Es por ello que, esperando lo que ya se ha producido en otros lugares, confío en que haya en nuestro país un grupo de intelectuales con el coraje suficiente para tomar la iniciativa de una acción colectiva contra la nueva inquisición, mientras estemos vivos, seguiremos hablando. Mientras estemos vivos, seguiremos teniendo una opinión disidente y defendiendo las prerrogativas del pensamiento crítico. Mientras estemos vivos, seguiremos trabajando por la actividad de la mente. En un momento en que la normalización está en su apogeo, se trata una vez más de hacer un llamamiento a la unidad de los espíritus libres y de los corazones rebeldes. ¡Abajo la censura! ¡Viva la libertad!”.
En fin, estas son las tareas más importantes que tenemos por delante todos los defensores de nuestro modelo general de existencia y en las que no debemos escatimar esfuerzos para cumplirlas con éxito si aspiramos a que, en el futuro, nuestros descendientes no nos reprochen el haber permitido echar a perder el espacio donde la civilización alcanzó su grado más alto.
José Antonio Fernández Palacios
Profesor de Filosofía
Vocal por Granada de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAFi)
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