Dicen que algunas ciudades son cainitas. Al respecto, yo me inclino por mantener que la realidad de este dicho es otra bien distinta: algunos ciudadanos son vengativos hacia sus allegados.
Tiempo atrás, ya lo intentaba corregir, entre otros, Sebastián Pérez Linares, aquel “factotum” que se dirigía hacia muchos de nosotros con su inigualable “niñico”: “Les propongo que todos absolutamente todos sin distinción de clases o ideología, nos convirtamos en escaparates vivos de Granada”. Y citaba al que fuera director de Patria, José María Bujella, confiando en la virtualidad de su pensamiento: «Granada, esa gran montaña de despropósitos en la que aún queda el ultimo Paraíso Perdido«.
A tono de ello, reconozco que cada día me levanto con el propósito de enmienda –realmente firme– de recordar el pasado –y a sus “constructores”– para no caer en trampas propias de cazadores furtivos. Sin embargo, y al llegar la tarde, mis esperanzas se diluyen en la realidad de lo cotidiano; de lo que escucho por calles y plazas; de lo que me cuentan sobre unos y otros; de lo que percibo en “olores y cánticos de almas perdidas en su tozudez”.
Parece como si no hubiese otro camino para la solidaridad y el desarrollo que aquel que conduce al enfrentamiento y la venganza más vil, lanzando querellas contra todo –y todos– lo que se mueva.
Quizá –y sin quizá– venga a cuento aplicarnos lo dicho por el Papa Francisco (sin vergüenza alguna lo cito una vez más) en su último viaje internacional: “Cuando Jesús habla del juicio final le dice a unos vengan conmigo. Pero no les dice vengan conmigo porque estuvieron bautizados, porque estuvieron confirmados, porque se casaron por la Iglesia, porque no mintieron, porque no robaron. No. Vengan conmigo porque me cuidaron”.
¿Será la hora de pedir la jubilación total –independientemente de su edad– de determinadas “clases e individuos” con los que no hay manera humana de llegar a un acuerdo positivo para el futuro –presente– feliz por el que algunos –muchos– nos esforzamos?
