Hace años que me pregunto qué pasa con los dramaturgos granadinos, que no terminan de cuajar; qué mal fario los persigue, que el telón se les queda a medio subir. Comprendo las exigencias de una ciudad como Granada que, en la primera parte del siglo pasado, ha podido presumir de un genio como Federico García Lorca, y, en la segunda, de un maestro como José Martín Recuerda. Con creadores de tales valía y prestigio se corre el riesgo de que queden hipotecadas las generaciones venideras de autores; o puede que suceda justo lo contrario, esto es, que sirvan de acicate y aparezca un dramaturgo valiente y arriesgado, capaz de poner todo su talento sobre las ascuas y, lejos de salir chamuscado, dé un golpe de autoridad sobre la mesa.
Pensando en mis paisanos (“Granada es una madre que devora a sus hijos”), me resulta muy complicado transmitirles las sensaciones experimentadas hace tan solo unos días en el Parque Federico García Lorca, de Alfacar, con motivo del homenaje que la Diputación Provincial tributó a nuestro más universal arquitecto de la palabra, en el aniversario de su asesinato. Decidí acompañar a unos amigos para presenciar el montaje de Federico, en carne viva, de José Moreno Arenas, otro dramaturgo de la Vega, obra teatral de la que me habían llegado extraordinarias referencias, y no quise perder la ocasión de comprobar la razón de tan positivas críticas.
Tenía conocimiento de la interesante trayectoria de Moreno Arenas, de su apego a las vanguardias y, por tanto, de sus dotes innovadoras; sabía de su apuesta por lo políticamente incorrecto y, por ende, al rechazo a cualquier imposición, venga de donde venga, ya sea fruto de modismos virales, estéticas imperantes o doctrinas impuestas por la puerta de atrás; y me habían comentado que era hombre amante de la verdad, de mirar a los ojos cuando habla o escucha y de llevar a sus obras, pese a quien pese, el resultado de lo investigado (tener criterio propio, que diría el mismísimo Federico).
En teatro, Federico, en carne viva es el mayor acto de amor a Lorca que he tenido la oportunidad de disfrutar. El respeto que Moreno Arenas profesa al de Fuente Vaqueros se respira escena a escena. Federico accede al escenario desde el inframundo, “bajo la arena”, ese lugar lorquiano en el que “la hipocresía no encuentra acomodo”; decepcionado por la actitud pasiva del hombre, incapaz de cambiar el mundo, opta por dejar “inconcluso” el drama y regresar al lugar “cuya moral me acepta como soy”, en el que “no hay límites para el amor: no hay sometimiento; nadie manda, nadie domina; solo abandono y goce mutuo”. Entre la aparición y la despedida, la historia, con dos conflictos de obligada atención para llegar a conocer al Federico hombre y escritor. En el primero, Moreno Arenas, acertadísimo, en unos impactantes diálogos entre Federico y Margarita Xirgu, ambos de lograda ejecución escénica, nos asoma a las verdaderas preferencias teatrales de Lorca: las “comedias imposibles”. El alboloteño, que domina las metáforas como pocos, muestra a los espectadores dónde han de buscarlo (paradójicamente, lejos de los personajes que le han dado prestigio, como Bernarda o Yerma) y, a través de una licencia poética de muchos quilates, dirige la mirada hacia el teatro que lo abstrae, advirtiendo que estará de “tertulia eterna con Samuel Beckett”. ¡Inmenso! ¡Sublime! ¡Teatral! ¿Se puede decir mejor y orientar con más precisión?
Federico está perdidamente enamorado de Juan Ramírez de Lucas, el rubio de Albacete, que le corresponde, y así se lo hace saber a la Xirgu. Es el otro leitmotiv de la obra, un romance que descubre en su plenitud el ser humano que Federico lleva en su interior, con sus penas y alegrías, con sus virtudes y miserias. Moreno Arenas, como hizo Lorca, nos invita a la reflexión, a fin de evitar que otros lo hagan por nosotros. A pesar de la constatación del romance con el manchego, su incorporación “oficial” a la biografía del poeta se eterniza. No así para Moreno Arenas, que escenifica con maestría a un Federico roto de dolor cuando asume que jamás volverá a ver a Juan.
Federico, en carne viva es la respuesta de Moreno Arenas a quien se jacta de ser incondicional del fuenterino porque ha aprendido las cuatro reglas lorquianas por las esquinas de la ciudad; a quien se asoma al “pozo” desde el brocal y no desciende a ese “recinto arqueológico” que es Lorca; a quien entorpece que otros bajen a “conocer” a Federico, pues solo le interesa ese barniz estético o ideológico ya mencionado.
Sabíamos por el hispanista norteamericano Gabriele que Moreno Arenas es un renovador del teatro; ahora, con Federico, en carne viva, no solo avalamos sus palabras, también sabemos que su compromiso con el teatro es honesto. Analistas de todo el mundo trabajan sus textos; sirva de ejemplo que Federico, en carne viva cuenta ya con treinta estudios de investigación. ¿Cuándo Granada dejará de ser una madrastra para sus hijos? Firmo lo que en su día reconoció el añorado Víctor Andrés Catena a propósito de Moreno Arenas: “He encontrado un autor”. Y digo más: valiente y arriesgado, esto es, comprometido y vanguardista, lúcido y único. Espero con interés su próximo proyecto.
No quiero terminar sin antes dedicar unas líneas a Karma Teatro, responsable de la cuidada puesta en escena, bien dirigida por Miguel Cegarra, que ha conseguido que luna y pozo alcancen el rango de “personajes”; así como destacar el certero trabajo de José Carlos Pérez Moreno (Federico) y Ana Ibáñez (Margarita), bien arropados por Rosana Barranco (Bernarda Alba) y Marina Miranda (María Josefa / Buster Keaton). Tomo prestadas las palabras del autor para los integrantes de la ficha técnica; me refiero a los “invisibles-imprescindibles”: Pilar Velasco, Israel Si, Manuel Martínez, YaniPi, M.ª Dolores Rodríguez y Lola Piña. Encomiable labor. ¡Enhorabuena!
Antonina Rodrigo
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