La “sentencia” es de Malcolm T. Liepke, pintor figurativo americano, cuyas obras “a menudo se centran en momentos íntimos del placer sensual e introspección” (historia-arte.com): “Marcar las distancias para no ser herido equivale a marcar las distancias para no ser amado. Y al final, ¿de qué sirve morir ileso?”.
Indiscutiblemente (así lo entiendo yo), vale la pena reflexionar sobre lo antedicho, ahora que ponemos –ponen– “líneas rojas” –muchas de ellas sin ton ni son– por un “quítame allá esas pajas”, sin que antes de decretar, –y que se rompa el plato– se aborde la reparación necesaria (la imprescindible convivencia).
Aquellos que usan este “sistema”, me recuerdan al paisano que siempre responde a cualquier saludo con la sequedad propia de la altanería: “(…) a ti no te voy a entretener el día”.
Y no quiero referirme –¡válgame el atrevimiento!– al derroche de aplausos que en nuestras instituciones más preclaras se lanzan, sin ton ni son, en cuanto el líder de turno dice esto o aquello (lo que, por cierto, nos impide al resto de los mortales seguir adecuadamente el discurso en cuestión).
Con toda franqueza: estoy convencido que el ser humano está cada vez más necesitado de recurrir a todo aquello que suponga una cohesión verdadera, levantando las alfombras de la falacia y la maldad más intrínseca (“desvirtudes” a las que nos estamos acostumbrando).
Sé que lo dicho os puede parecer la ilusión de un soñador o el espíritu trasnochado de un arcaico, pero, al menos en mi caso, no es sino el convencimiento de un camino seguro, no exento de socavones, que conduce hacia un tierra de igualdad, pues en el “totum revolutum” de maximización de ganancias que estamos viviendo desde hace ya demasiadas fechas, sin que existan acciones coordinadas al respecto para encontrar las soluciones necesarias e inmediatas, sigo observando la presencia de ese mal espíritu que nos persigue: la desidia propia de la unilateralidad (…).
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