A mi parecer, dentro del amplio campo de la literatura, existe un género que goza de la capacidad de conectarnos de modo inmediato con nuestra más tierna infancia. Este no puede ser otro que el de los cuentos populares. El de toda esa serie infinita de relatos que desde tiempo inmemorial se han venido transmitiendo de modo oral y generación tras generación. Esos en los que siempre queda claro y manifiesto el innato deseo humano de contar –y de escuchar– las experiencias vividas o inventadas, generalmente al calor y la seguridad del hogar.
Gracias a una reciente lectura he tenido la suerte de revivir, no sin cierta carga de nostalgia, gran parte de los cuentos que tanto me maravillaron en la niñez. Cuentos de lumbre y candil, que así se titula el libro, aborda con pasión los recuerdos de unos años en los que la vida se nos abría paciente en su camino de esperanza. Y que, ahora, con el acelerado transcurrir de los años nos vuelve a traer los ecos y los aromas de ese pasado; de ese mundo feliz (ya perdido) en el que crecimos con las historias que nos contaron nuestros padres/madres y abuelos/abuelas… Y siempre mientras realizaban otras tareas.
Se trata de una recopilación de relatos del mundo campesino, del mundo rural, que recoge las vivencias y los temores propios del mismo. Unos cuentos tradicionales que son herederos directos de unas formas de vida ya prácticamente desaparecidas y que, analizadas reflexivamente, ya se encontraban agonizantes en los tiempos en que nosotros las conocimos. Todos ellos constituían una serie de narraciones más o menos breves con las que se trataba de entretener, divertir y, sobre todo, transmitir a los más jóvenes los valores, las normas y las enseñanzas consideradas útiles por esa sociedad: la existencia de lo bueno y lo malo, la necesidad del esfuerzo, la importancia de la amistad, el respeto a los mayores…
Su autor, Antonio Hernández Beltrán, nos ofrece aquí una recopilación exquisita de textos de la que, en primer lugar, quisiera destacar su gran mérito a la hora de recoger y dar forma escrita a los relatos propios de su comunidad, de su pueblo y, en segundo lugar, por el enorme acierto que supone dar a conocer y aprovechar ese bien escaso, ese intangible legado de la cultura popular, y más aún en estos tiempos de globalización y de uniformidad. De él añadiré que es un maestro ya jubilado que nació en Charches (Valle del Zalabí), a finales del mes de enero de 1951. Un día en el que, según le contaron y del que guarda celoso testimonio, su pueblo amaneció “con un nevazo de más de medio metro”. Todo un síntoma de los inviernos extremadamente fríos y duros de entonces, que los habitantes de su aldea y comarca debían soportar estoicamente. Cursó estudios de bachillerato en los Padres Redentoristas de Santa Fe y, posteriormente, Magisterio en la Escolanía de Guadix. En el año 1974 iniciará su andadura profesional, en Freila. Una fructífera labor de docencia que continuará en la isla de Gran Canaria. A inicios de los años ochenta se asentará definitivamente con su familia en la ciudad de Motril, pasando por el colegio Reina Fabiola, el Príncipe Felipe, del que será su director durante diez años y, finalmente, el Instituto La Zafra hasta el año 2011.
La primera edición de Cuentos de lumbre y candil es del año 2021 y, tal como su autor reconoce en la introducción, ha contado con el concurso y la imprescindible colaboración de sus hermanas: Antonia, María y, especialmente Inocencia. Él, eso sí, se encarga de articular el conjunto de secuencias y situaciones que dan sentido a la vida real de un tiempo, de un lugar y de una época concreta. Esas que, en cierta forma, ayudaron a comprender el mundo tal como había venido siendo hasta entonces. Es decir, que eran (y siguen siendo) una oportunidad única para aprender, para crecer y para hacer memoria de su legado. Pero que, también por su contrariedades, no deben ser analizados exclusivamente a los ojos del presente pues, de otro modo, además de su imaginación y fantasía desbordante, encontraremos ciertas dosis de rudeza, cuando no de crueldad o de incomprensión hacia la figura de la mujer.
Como es lógico, los temas y asuntos sobre los que se narra en Cuentos de lumbre y candil son los propios del mundo rural; ese que ya afrontaba sus últimos estertores en torno al puesto central, como muy bien queda recogido en su título, del calor de la estancia familiar y la ausencia de electricidad en las casas; que, por tanto, no contaba con el poder focalizador de la atención que después impondrá la televisión. En esas veladas placenteras de los largos atardeceres de invierno en los alrededores de la hoguera, del fuego, en la llamada, en palabras de Ricardo Ruiz Pérez, “cultura de la chimenea”.
Desde el primer instante en que inicié la consulta de sus páginas tuve el deseo de conocer y contrastar las posibles variaciones respecto de los relatos que yo en cierta forma aún recordaba –o los que me iban surgiendo de los lugares más recónditos de la memoria–. Así, de pronto me encontré surcando entre las aleccionadoras secuencias de unos relatos creados en torno a las apariencias, a los errores, al ingenio, a la picaresca y a los malentendidos. Entre ellos destacaré: El tonto que fue con el hermano a ver la novia, La zorra y el grajo, El lobo al que le crujía el rabo, El castillo de irás y no volverás, Tú dos y yo tres… Unos cuentos populares, los de toda la vida, que bien podrían ser una reflexión temerosa y sincera sobre lo desconocido y sobre el papel que de algún modo se podía esperar de nosotros.
Con grandes dosis de gratitud y ternura, no he podido evitar el recuerdo de los momentos en los que nos reuníamos la familia (generalmente en Navidad o en torno a los preparativos de la matanza del cerdo). Unos días en los que nos juntábamos todos los primos y en los que la hermana menor de mi madre, mi tía Encarna Osorio Valenzuela, con paciencia infinita nos contaba esos cuentos, sin importarnos el espacio, ni el tiempo, ni la reiteración. En algunos casos con modificaciones y giros de guion imprevistos, fruto de la dinámica propia de la mejor tradición narrativa. Una sabiduría y una cultura popular que, de algún modo, contribuyó tanto a alimentar nuestra imaginación que acabó convirtiéndose en una parte de nosotros mismos. Toda una muestra del valiosísimo legado del mundo campesino tradicional que debemos guardar y, tal como quiere subrayar nuestro autor, una forma de honrar la memoria de nuestros mayores, de nuestros antepasados y su modo de vida.
Una obra en la que, además y para terminar, me gustaría destacar la calidad de las ilustraciones, de Carmen Castilla Espinosa, y los dos poemas que, a modo de emocionada evocación de sus ancestros, Antonio Hernández Beltrán incluye en el preámbulo. En el primero de ellos, La jornada del mulero, lleva a cabo y disecciona breve pero fielmente, de un modo que bien pudiera suplir a todo un extenso tratado etnográfico, el día a día del trabajo de los hombres del campo, como su progenitor. A continuación, en La jornada del ama de casa, recoge y desarrolla las labores infinitas de las madres; que, como es bien sabido, también requerían diariamente de unas cuotas infinitas de sacrificio y esfuerzo. Unas vivencias y unos apegos sentimentales que, estoy seguro, a muchos no les resultará de ningún modo ajeno ni indiferente. Aunque ya sí distante…, porque, ahí también estábamos algunos de nosotros y nosotras.
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