Hispánica: centenario del retorno de los jesuitas a Colombia

El nombre jesuita nunca fue oficial en la misma Compañía que fundara san Ignacio de Loyola pero, comenzaría a generalizarse su uso, especialmente las actas de 1562 y 1563 donde los denominados padres del Concilio aludían con él a los individuos pertenecientes a la Compañía de Jesús.

Dicen, los cronistas, que en agosto de 1562 hubo una congregación y a ella llegó por primera vez el padre Diego Laínez, general de la Compañía de Jesús, aunque la controversia por le nombre no decayó por el paso del tiempo: se usaron las denominaciones de iñiguistas, papistas, apóstoles, teatinos, reformados… para prevalecer el de jesuitas que ha llegado hasta nosotros. El nombre con más o menos fortuna tuvo la primera aprobación con Paulo III, confirmado expresamente por Gregorio XIV [Bula del 28 de junio de 1591].

San Ignacio y la naciente compañía aparecían en un escenario histórico convulso que pasó a los anales como una época terrible y decisiva para la humanidad: el camino torcido pero no exento de logros a pesar el revisionismo insultante que estamos imprimiendo a los hechos del XV-XVI.

Recordemos que la misma Iglesia navegaba en aguas turbulentas, Julio II había ideado la reconstrucción del Templo de san Pedro; Carlos V estaba celebrando cortes en Barcelona para recibir el juramento de los catalanes [1519], y la política cuántica todavía no había hecho acto de presencia, pero ya se avizoraban nubarrones en el territorio del nordeste de la península.¡Qué poco hemos cambiado!

Sea como fuere, en 1517, se confiaba la predicación y aporte de limosnas para esa gigantesca obra que hoy acoge a los católicos del orbe en la extraordinaria y romana plaza. En aquellos tiempos la acción papal acabó significando la rebelión en tierras sajonas. No hay que olvidarse que el fuego se avivó por la corrupción, la relajación de las normas, la debilidad de los mismos pastores que, en muchos casos, eran los más indignos del momento. Quinientos años después, parece que nos hemos movido poco.

En ese contexto descollarán nombres que luego serán historia, nos centraremos en san Ignacio de Loyola [1491-1556] al que le seguirán Diego Laínez y san Francisco de Borja [si pueden, visiten su fastuoso palacio en Gandía]. Las circunstancias de la época harían que uno de los vástagos de los señores de Loyola, cayese herido por una de las balas de cañón que los franceses dispararon contra su castillo en Pamplona. Ese hecho hizo que el entonces capitán decidiera dejar las armas e ir en busca de la conversión de almas: semilla sembrada y rápida expansión en aquellos tiempos convulsos donde la infidelidad, la barbarie, el cisma, la herejía, la ignorancia y la corrupción azotaban no sólo al imperio español a ambas orillas del Atlántico, sino que todo el continente europeo estaba inmerso en una decadencia sin esperanzas.

En ese contexto nace la Compañía que deberá de enfrentarse a graves peligros mientras siembra la fe en los más apartados rincones del orbe y rápidamente se ganará los prejuicios de unos y otros pero, sobre todo, de los influyentes y narcisos del momento que, ante su falta de ética y su dudosa moral, comenzaron a cargarle a los jesuitas todos los males habidos y por haber; si pueden vuelvan a ver La MISIÓN que narra muy bien algo de esta historia.

En Manresa (Barcelona) crece el germen tras estar velando la imagen de la Virgen de Montserrat [noche del 24 de marzo de 1522], a la jornada siguiente será cuando san Ignacio aparece en Manresa y durante su convalecencia en la famosa cueva, verá crecer la espiritualidad que dos años más tarde le llevará hasta Jerusalén; al regreso comenzó su lucha para salvar almas y comenzaba su proselitismo en el que pronto le acompañarán Calixto de Sa y Juan de Arteaga [a la sazón criado del virrey de Cataluña]. Los avances y retrocesos de la Compañía ya serían una de sus constantes a lo largo del casi medio milenio de historia.

En Colombia, que es a donde nos lleva la emisión postal conmemorativa del Centenario de su retorno, aparecieron los jesuitas en tiempos de la colonia, principios del XVII pero, como sucedió en todos los rincones del inmenso imperio, a medida que los territorios se iban emancipando, también se iba eliminando a los que podrían molestar: los jesuitas estaban en el ojo del huracán, aunque la semilla siguió su curso y su labor educativa y misionera ya no abandonaría el Nuevo Mundo donde son cuantiosas las obras gestionadas por la Orden que ha sido honrada con un sello por el servicio postal colombiano que enriquece la temática hispánica a nivel mundial; algo que ya es casi desconocido por el público, la privatización de los servicios postales ha sido tan exitosa como la célebre desamortización de Mendizabal: se repartieron todo lo que era «realizable» y el pueblo se quedó solo, uno de los servicios básicos que llegaba a todos los rincones del país con tarifas asequibles y gran efectividad en su gestión y tránsito [cuando pergeño estas líneas Correos España lleva un mes sin aparecer por casa] se esfumó sin darnos cuenta y comprobamos fielmente la máxima que lanzara Alfonso Guerra «no la va a conocer si la madre que la parió».

Volvamos al sello, fue en 1859 cuando el general Tomás Cipriano de Mosquera firmaba la expulsión de los jesuitas, tocaba abandonar una vez más. De una u otra forma ellos siguieron en su labor de apostolado y de hecho tenemos la histórica Universidad Javeriana fundada el 6 de julio de 1623 [el 350 aniversario fue filatelizado en 1973] nunca dejó de impartir conocimiento. Otra institución fue el Colegio de san Bartolomé que había iniciado sus labores casi dos décadas antes [1604] también mereció un sello en 1988 y ahora en el 2024 se está celebrando el centenario del retorno, las protocolarias acciones de su puesta en servicio se realizaron en Bucaramanga [Santander] el 27 de julio de 2024 y pusieron el broche de oro al lanzar un sello de 500 pesos impreso en minipliegos de 16 efectos en formato horizontal que totalizaron 2500 pliegos o 40.000 estampillas de tirada total.

El sello no es muy atractivo, excesivamente oscuro, cuesta trabajo pensar el por qué de ese diseño; en él podemos distinguir la Capilla de san José, una planta de café, san Ignacio de Loyola y el logo identificativo de la Compañía, mucho mejor es el matasellos de primer día empleado para matasellar los 40 sobres numerados que no deja de ser una minucia pues no dan ni para atender al protocolo de la efeméride. La estampilla fue obra de Mónica Marcela Vargas y contrasta con el dedicado al mismo santo en 1956 cuando se celebró el IV Centenario de la muerte, en aquel sello nos muestra la luz, la esperanza en el porvenir; el del 2024 es como si fuera en presagio de los negros nubarrones por los que la necedad en la que estamos anclados, nos quiere llevar. Sólo nos faltaba la jarana que montaron en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París para ver nuestra decadencia.

Juan Franco Crespo

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