Aún teniendo en cuenta los sucesos –por llamarlos de alguna manera (guerras, atentados, asaltos…), a los que, desgraciadamente, nos estamos habituando, hacía tiempo que no escuchaba ni utilizaba esta palabra en ninguna de sus extensiones: según la RAE, el término “pogromo” proviene del ruso –“devastación, destrucción”–, matizando en la correspondiente definición como “Masacre, aceptada o promovida por el poder, de judíos y, por ext., de otros grupos étnicos”.
Al recuperarla de mi caja de recuerdos, ha sido inevitable que mi alma se ponga en alerta de todos los colores habidos y por haber… Como ejemplo, en nuestro país podríamos escrutar lo descrito por Pedro López de Ayala (1332-1407) –escritor, político, diplomático y militar– y que analiza Nuria Corral Sánchez: “(…) 1391, fecha considerada como el fin de la tolerancia religiosa por la violencia manifestada entonces contra la comunidad judía” (dialnet.unirioja.es).
Mantengo que el uso y abuso de esta “voz” como jerga partidista no sólo tienen el peligro real de ser arma arrojadiza contra cualquier adocenada voluntad, sino que también, como en el cántico clásico de las sirenas, oculta un riesgo aún mayor para la ciudadanía: el ominoso efecto de la duda no razonada y su correspondiente acercamiento a la pérdida de esperanzas –pasotismo, que llaman algunos–.
Así, sinceramente, no me importa cuestionarme si hemos perdido el juicio –el raciocinio, la inteligencia o el entendimiento–… Decía Francisco de Quevedo que “Donde no hay justicia es peligroso tener razón, ya que los imbéciles son mayoría”.
Sueño con –trabajo por– una sociedad donde los vocablos no sirvan nada más que para mudar todo aquello que nunca fue positivo; donde las libertades de expresión y de pensamiento no sean condicionadas por ningún autoritarismo tiránico; donde el respeto a las leyes y a la convivencia pacífica sean normas inalterables; donde la verdad sobre las cosas de la gobernanza brille en todo lugar y momento.
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