A nuestros abuelos y abuelas, en el día 4 de diciembre
Cuando salía los viernes del colegio, me encantaba ir a casa de mis abuelos. Encima de la mesa de la cocina, siempre había unos membrillos que perfumaban aquella habitación. Pero es que, sus casas, olían a tomillo, a romero, a azahar, a manzanilla pero, cómo no, a dulces: a roscos de naranja y mazapanes con aceite (porque la manteca no era de su agrado), a rosetas y a canela; porque siempre, en la alacena, había unos cuencos de arroz con leche que jamás probaré unos iguales a ellos. Porque, es que, eran de ellos.
Recuerdo, como si fuese ahora mismo, cómo mi abuelo siempre tenía juegos con los que pasaba horas con él sentado a la sombra, especialmente el dominó y el ajedrez y cómo, los sábados, por la mañana, subido en unas agüeras de la yegua, me llevaba al campo y, mientras él hacía su faena, me entretenía cogiendo caracoles o bien intentando conseguir mi mayor trofeo del día: un fósil que la propia tierra había custodiado durante miles de años en mi pueblo en pleno corazón del Geoparque de Granada. Pero, aunque mi abuelo fue para mí muy importante, mis dos abuelas lo significaron todo. Al llegar, allí estaban. Siempre estaban. Ellas esa mañana, se levantaban a “hacer el sábado” porque era el día de limpiar. Era ese día y no otro. Mientras, en la cocina, olía a cocido o puchero (como queramos decirlo). Al llegar el mediodía, nos comíamos, por un lado, el caldo con sus garbanzos y verduras y, por otro lado, la carne; “la pringá”. Y siempre, el plato de embutido encima de la mesa, porque el chorizo, la morcilla, el jamón y el salchichón no podían faltar pero, cómo no, el vino que hacía mi abuelo y conservaba en tinajas centenarias en su bodega.
Pero ellos murieron con el desconocimiento del por qué hacían lo que hacían. Mi abuelo, con la colocación del membrillo en la encimera, seguía manteniendo una tradición y costumbre andalusí pues este era utilizado como perfume en el interior de las casas e incluso de los armarios donde guardaban sus ropas. Sus dulces con aceite eran los más valorados ya que los otros eran con manteca y llevaban cerdo, prohibido por los musulmanes. El mismo que manchó el plato sagrado de los sefardíes, la adafina, introduciéndole tocino y morcilla, productos extraídos del marrano, elaborándose el día sagrado de los judíos, el Sabat, hasta nuestros días.
Y, al igual que pasa con la gastronomía, nos ocurre con nuestros rituales festivos más destacados de Andalucía ya que servían como demostración pública de tu condición cristiana los cuales nos fueron transmitidos por ellos y ellas; nuestros abuelos y abuelas. Porque el, al igual que el judío, se escondió en su comunidad y se camufló creándose una amnesia colectiva por sobrevivir y convirtiéndose en una hipérbole de lo católico; hasta tal punto de ser lo que verdaderamente no eran y de renegar de su pasado a viva voz. Olvidaron para vivir y vivieron para olvidar. Y sus penas las convirtieron en alegrías. Hasta hacerlas parte de nosotros. Hasta convertirse en nuestra señal identitaria. De ahí que se sigan festejando las Tomas de ciudades como Baza o Granada o se festeje con toda pomposidad el Corpus Christi; el triunfo de la cristiandad frente a todo. De ahí que se celebre la Semana Santa andaluza de una manera única y singular, diferente al resto de España, o que se conmemore las fiestas de moros y cristianos donde el morisco tuvo que representarse a sí mismo: a un yo que no soy o a un nosotros que no debemos serlo.
Y es que la niñez nos deja las huellas más profundas, las que surgen desde lo sensorial; las que custodiaron mis abuelos de sus madres y las madres de sus madres. Porque las raíces más fuertes de nuestra infancia están hechas de olores y gustos que nacieron mucho antes de que fuésemos capaces a recordarlos pero también de las tradiciones y costumbres que nos hicieron mamarlas desde nuestro nacimiento. Porque nuestra identidad es fruto de aquello que nos transmitieron a través de un hilo invisible pero inquebrantable de corazón a corazón.
El día 4 de diciembre, no solo se conmemora el día de la Bandera de Andalucía, sino también, el día de la Toma de Baza, festividad de santa Bárbara y, en esta ciudad más su comarca, al igual que en todo el Geoparque de Granada, se abren las tascas, las tabernas o las fondas privadas para degustar el vino del país del año acompañado de la tapa, mayoritariamente tocino en sus orígenes, para que al consumirlo, nadie pudiera acusarte de parecer moro o marrano.
A día de hoy, solo quedan esas huellas y ese dominó que me lo quedé al morirse mi abuelo y, cuando lo abro, aun huele a ellos. A día de hoy, al llegar las fiestas de moros y cristianos de mi localidad, Benamaurel, los tengo presentes en mi recuerdo porque siguen vivos dentro de mí. Como si el tiempo no pasara.
Miguel Ángel Martínez Pozo, maestro de profesión es doctor en Humanidades y Ciencias Sociales por la Universidad de Jaén bajo el programa de Patrimonio, asesor histórico de UNDEF y autor de los ensayos “Andalucía, tierra de moros y cristianos” con el que obtuvo el Premio Memorial Blas Infante y “Los orígenes ocultos de la Semana Santa andaluza”, ambos publicados por la Editorial Almuzara.
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