Seguramente, quienes nos leen, tendrán difícil ubicar esta pequeña isla en el mapa; personalmente me devuelve a mi infancia feliz cuando, en las largas noches de invierno, al calor del brasero y la mesa camilla, cuando el frío apretaba, la troupe familiar nos agrupábamos en el cuartillo para seguir lo que salía del Philips [me impactaba su ojo mágico] gracias al cable que arrancaba en el Callejón de la Parra y, tras cruzar la casa, iba al corral y después caía por el Tajo de las Peñas: esos «ingenios» caseros permitían evadirte de este mundo y vivir en lugares insospechados gracias a la onda corta.
Jugar entre los hermanos era algo habitual, en esas estábamos cuando, gracias a un Atlas [si mal no recuerdo impreso por la Editorial América] que un día nos trajo mi padre de Granada, pudimos abrir los ojos gracias a sus coloridas páginas que aún perduran aunque, lógico sea decirlo, totalmente anticuado ante los cambios vertiginosos experimentados por el orbe en los últimos tres cuartos de siglo. El juego consistía en buscar un topónimo, escribirlo en un papelito y ¡hala, a buscarlo! Fue una gratificante forma de aprender geografía y de soñar.
Podemos colegir que aquel entretenimiento, bastante inocente, tuvo una utilidad práctica que me ha acompañado toda la vida; quizá de ahí vengan mi pasión por los viajes, las islas y la geografía planetaria. Las tierras insulares fueron, durante bastantes años, contenido regular de la mejor revista filatélica que tuvo este país hasta que, Crónica Filatélica, desapareció del mercado y nos quedamos huérfanos por una decisión política.
Creo que en esta última década he visitado más islas que nunca, sobre todo tras el retiro, al dejar atrás medio siglo trabajando día tras día; hoy vamos a viajar, mental y filatélicamente al Ártico, aprovecharemos la emisión que acaba de poner en circulación el servicio postal de Noruega dedicada a la Isla del Oso [BJØRNØYA].
Se trata de tres efectos muy bonitos con fauna y paisajes de esta gélida y brumosa tierra en los confines del mundo ártico, forma parte del grupo de las islas Svalbard en pleno Mar de Barents por el que navegué hace más de cuarenta años. La isla tiene casi 180 km² y en ella están los nueve empleados que mantienen la estación meteorológica y de radio, aunque todo está cada vez más automatizado, también realizan tareas de mantenimiento y vigilancia.
Se especula sobre quienes fueron los primeros que la avistaron, naturalmente se atribuye a los navegantes vikingos, los mismos que habían llegado a tierras americanas hacia el año mil, por lo tanto cinco centurias antes que Cristóbal Colón aunque, el continente llevaba miles de años habitado por los cazadores siberianos que, siguiendo a las manadas de animales en sus jornadas de caza, se adentraron en ese ignoto territorio y, cuando quisieron regresar, el deshielo se lo impidió; en sucesivas oleadas fueron poblando todo ese mundo hasta llegar al Cabo de Hornos.
Oficialmente, la isla del Oso entra en la historia el 10 de junio de 1596 cuando la documenta, en el Cuaderno de Bitácora del barco, el expedicionario Barents y Heemskerk, la bautizarían en su tercera expedición nórdica como Vogel Eylandt [Isla de los Pájaros]. A comienzos del XVII Steven Bennett realizará otra expedición en busca de recursos explotables en aquellos momentos de la historia y se topa con una extraordinaria población de morsas y, la especie, junto a las focas sería diezmada sin contemplaciones.
Su remota ubicación y las duras condiciones climatológicas no impidieron los asentamientos industriales y, hasta 1920, no se reconocían como tierras noruegas, de ahí que la extinta Unión Soviética tuviera varios asentamientos de explotación minera en las Svalbard.
La isla del Oso fue escenario de importantes enfrentamientos navales durante la II Guerra Mundial. ¡Cómo disfrutaba con Hazañas Bélicas!, unas historietas ilustradas que traía Paquita, la de La Trucha, desde Granada; esa literatura fue otra fuente inagotable de datos para aquel inquieto crío que vino al mundo a mediados del XX en un medio rural de incomparable belleza. ¡Ay de mi Alhama!
La isla fue, junto a las aguas adyacentes, declarada reserva natural en el 2002, si queremos ubicarla basta tomar un mapa y situarnos en Cabo Norte, a mitad de camino con la de Spitbergen nos encontraremos la misma.
Otro de sus recursos naturales era la recogida de huevos para consumo humano, tanto para la exigua población que es renovada para cada campaña ártica, como para los mercados continentales. Hoy en día pasa por ser una tierra privilegiada para las aves marinas: miles de ellas viven en sus acantilados sin que nadie las perturbe. Las cifras más conservadoras hablan de nada menos que medio millón de aves [araos, fulmares, gaviotas…] que campan a sus anchas gracias a la protección de la actual legislación noruega [para los puristas, aquí van los nombres de las especies más habituales, Uria aalge -filatelizada-, Uria lomvia, Rissa tridactyla, Fulmarus glacialis, Larus hyperboreus, Larus marinus, Sterna paradisaea, Monis bassanus, Stercorarius skua, Fratercula arctica -una especie que a la gente del Diario Global y La Vanguardia se les atraganta ya que la citan como si fuera un pingüino: el frailecillo debe de estar ya más que mosqueado- Cepphus grylle, Alca torda, etc.]
Los sellos que nos han llevado a la Isla del Oso se pusieron a la venta el 14 de marzo del 2024, representan a la Uria aalge [facial doméstico para envíos de hasta 100 gramos]; la formación rocosa de Sylen [facial para todo el mundo y hasta 20 gramos] y la montaña de Hambirg que tiene un valor de 55 coronas. La emisión fue realizada por la firma holandesa Joh. Enschede Security Print en hojas de 50 ejemplares impresos en offset con una tirada de 180.000-155.000-255.000 efectos respectivamente. El diseñador, Magnus Rakeng, utilizó las fotografías de Steinar Myhr [formación rocosa] y Venke Ivarrod que realizó las otras dos.
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