Lo escribía, años atrás, con motivo del pregón oficial de la Semana Santa. Entonces, venía a exponer mi desacuerdo con honores buscados y sin razón alguna. Salvaba –eso sí– aquellos que tenían un fin distinto al “postureo” y, como se dice ahora, al “empoderamiento sobre los congéneres”.
¡No! No soy contrario a reconocer personas o entidades cuya historia y trabajo diario son ejemplo de vida al servicio de los demás: “(…) servir engrandece, porque quien es amoroso, solidario y compasivo con otros, gana en sabiduría y crecimiento espiritual (lilicitus.medium.com).
A lo que sí soy contrario, pues no me parece justo, es a que entreguemos la “honra” al primero que pasa por nuestra puerta y puede sernos útil para nuestros fines políticos personales.
El respeto de los demás no se alcanza con el lucimiento de medallas en las solapas; el quehacer diario, con el silencio imprescindible, tiene mejores frutos sociales.
Y esta reflexión –que, sin duda, sería aplicable, en primer lugar y en su parte negativa, a mí– viene a cuento de los comentarios que, estos días, he escuchado, a diestro y siniestro, llenos de envidia, pelusa y resquemor: “pues yo tengo más méritos”; “pero si yo sé bien la vida real de ese”; “no hay nada más que mirarle a la cara para saber lo que es”…
Así, y sin duda alguna, mantengo que, por múltiples razones, el despotismo, ilustrado o no –el “abuso de superioridad, poder o fuerza en el trato con las demás personas” (RAE)–, está refloreciendo, fuera de todo tiempo y congruencia, en nuestra tierra, como si el “ordeno y mando” fuese la única solución para arreglar las diferencias de criterio, juicio o método.
Los límites entre el uso y el abuso no están sujetos al dinamismo unipersonal y caprichoso de cualquier poder –por muy validado que esté en las urnas–.
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