Hechas las dos primeras entregas, toca realizar el recorrido más o menos pormenorizado de un viaje varias veces postergado incluso, en esta ocasión, se canceló la salida inicial por falta de viajeros aunque ofrecieron la oportunidad de incorporación al grupo que saldría dos meses después que había conseguido alcanzar el mínimo previsto por los organizadores.
Sonaba el reloj a las cinco de la mañana, había que ponerse en movimiento, tomar el bus hasta la capital provincial y desde allí el que lleva directamente al aeropuerto. El tren, ante los sustos que da en estos tiempos, no era recomendable por el escaso margen de la llegada a la Ciudad Condal y tomar el que lleva a las terminales aéreas. La opción directa a la T1 era la más recomendable y poco después de las siete [puntualidad alemana] estaba en marcha camino de la zona aeroportuaria, quedaban dos horas de margen para desayunar y ubicar los mostradores de facturación; a la hora acordada por la organización aparecía la persona acompañante dando las instrucciones pertinentes de viaje y los consejos prácticos de la escala, casi seis horas, en Varsovia.
Prácticamente partimos de la capital polaca de noche, era el segundo vuelo para el aeropuerto de Armenia cercano a la capital Ereván; llegamos varios aviones y se creó un cuello de botella en la terminal para poder acceder a los controles de pasaportes a pesar de haber una veintena de agentes comprobando la documentación. Necesitamos casi una hora para lograr superar el control que nos permitiría llegar al hotel a las cinco de la mañana. Tras un pequeño descanso, desayuno y a la primera toma de contacto con la capital de este pequeño país -similar a Bélgica- con poco menos de tres millones de almas de los que un tercio viven aquí y el resto en los casi 30.000 kilómetros cuadrados de la Armenia actual. Ya estábamos en una de las ciudades más antiguas del planeta y que durante milenios se fue rehaciendo de los avatares de la historia y de las cenizas o los desastres, como el terremoto que prácticamente la destruyó a finales del siglo XX.

Puntualidad alemana para pasear por lo más hermoso de esta ciudad o al menos de lo más interesante, el resto de los días cada uno estaríamos aprovechado para visitar algunas de las provincias. Las horas muertas en Ereván eran las que se empleaban para realizar las clásicas tareas de reconocimiento del territorio; la estratégica ubicación del hotel facilitaba esa tarea al viajero que busca historia y la parte cultural de la zona que pisa: a apenas diez minutos lo teníamos todo.

La primera toma de contacto fue subir al Parque de la Victoria de los tiempos soviéticos [actualmente Parque de la Madre Armenia] desde donde quedas extasiado por las impresionantes vistas del bíblico Monte Ararat; allí está la monumental escultura levantada en 1967 para sustituir a Stalin. Sobre el pedestal del Museo, en el techo descansa la colosal figura de 36 metros. La mujer tiene una espada en sus brazos que simbólicamente mira a Turquía y a sus pies el escudo nacional. Estamos en un entorno privilegiado a 1200 metros de altura y tenemos una impresionante vista sobre la ciudad que alberga las instituciones del estado de tres millones de habitantes [se triplicarían si añadiésemos la gran diáspora y aún serían más si no hubieran sufrido fuertes destrozos por parte de los vecinos: estar en una encrucijada de caminos no suele ser beneficioso, aunque vivir en un extremo tampoco te garantiza la tranquilidad ni te salva de los desastres de los enfrentamientos] actuales que recuerdan, con dolor, las ejecuciones y penalidades que infringió Abdulahid II entre los años 1894-1896, el imperio otomano estaba a punto de colapsar pero aguantó gracias a la violencia y hasta el estallido de la I Guerra Mundial cuando aparecería Ataturk y crearía la República turca. Nada extraño que «La Madre» esté orientada hacia los vecinos -las fronteras siguen cerradas-.

La zona conserva una serie de artefactos militares de la era soviética y el parque no tenía mucha animación en aquellos momentos matinales. Resaltar la limpieza y el orden que incide en una extraordinaria tranquilidad que es posible respirar en toda la explanada donde flamea la llama eterna. Si uno quiere disfrutarla con parsimonia y plenitud puede emplear el sistema de bajar por La Cascada, una impactante construcción de principios de siglo XX que imaginó una de esas mentes preclaras -la escultura un tanto infantil con el personaje la encontramos tras haber descendido la misma-, allí está albergado el Centro Cafesjian para las Artes y sus escaleras mecánicas interiores hacen menos penoso el paseo; inicialmente fue un diseño de Alexander Tamayan, pero por una u otra causa, nunca se llegó a concluir. El terremoto de 1988 complicó las cosas y fue en esos momentos cuando apareció Gerard Gafesjian y, al menos, la mayor parte de la obra fue finalizada. En su interior están sus cinco salas de exposiciones y el museo que alberga la colección personal del filántropo norteamericano pero de origen armenio como indica su apellido.

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