Coral del Castillo Vivancos: «En un mercado persa»

Siempre he querido ser quiosquera, mi sueño desde niña era tener un quiosco, así podría estar rodeada de mis lejanos y queridos tebeos, de mis imprescindibles revistas de juventud, de las revistas de mis viajes soñados o de los esperados suplementos dominicales que para mí eran lo mejor de los periódicos.

En cuanto pude me lancé a la aventura quiosquera, tuve suerte, al poco tiempo de empezar a buscar me encontré este anuncio “Se traspasa quiosco por jubilación…”, así que he aquí convertido mi sueño en realidad y a mí en una quiosquera feliz .

Mi quiosco se encuentra en una de las más céntricas, históricas y artísticas plazas de la ciudad, por lo que tengo siempre a mi vista un ir y venir continuo de gente, gente de la ciudad y por supuesto turistas , también hay días sobre todo en época vacacional en que toman mi plaza ( ya la considero mía ) músicos, mimos y toda clase de artistas callejeros que montan su número ante las unas veces curiosa y otras veces indiferente mirada de los transeúntes.

En alguna ocasión he pensado decirles a estos animadores de la plaza que pueden utilizar mi quiosco para hacerse publicidad anunciando su espectáculo con vistosos carteles que embellecerían mi kiosco, pero nunca se lo he comentado porque ¿qué mejor cartel que ellos mismos?.

De esta agradable manera transcurrían los días, tenía clientes fieles: el jubilado que se llevaba todos los días el periódico local; el progre que como el que realiza un ritual exigido por su religión compraba el diario buque insignia de la progresía y el cliente que seguía con la tradición, fiel al mismo periódico que su familia había comprado siempre y que, a pesar de los avatares del mundo editorial, todavía se seguía publicando.

Después estaba el comprador compulsivo de cuantos fascículos iban saliendo y llenaba su casa de colecciones y más colecciones. También me visitaban las señoras de toda la vida que no faltaban a su cita semanal de información social, la llamada prensa rosa. O la señora fanática de las manualidades que se llevaba todas las publicaciones que iban saliendo. O la aficionada a la cocina que quería mejorar sus platos o aprender nuevos. O, ¿por qué no decirlo?, el hipocondriaco que como detective perspicaz buscaba y buscaba hasta encontrar el último hallazgo en alguna escondida revista de salud sobre cualquiera de sus muchas e imaginarias dolencias.

Había otro tipo de cliente digamos “intelectual” que compraba revistas mensuales de Historia, Arte, Geografía… Y de esta manera podría seguir enumerando clientes que me visitaban y publicaciones que me acompañaban, un microcosmos dentro de mi pequeño quiosco, ¡cómo no sentirme afortunada! La vida estaba a mi alcance, solo tenía que fijarme y lo más sorprendente podía ocurrir, como así sucedió.

Todas las mañanas a las diez minuto más, minuto menos, venía a comprar el periódico local un señor jubilado que se sentaba a leerlo en un banco de piedra que hay junto al quiosco, alternaba la lectura del diario con la atenta observación de la gente que en un continuo ir y venir animaba la plaza.

Era un señor muy taciturno, hacía varios años que era mi cliente y la única relación que se había establecido entre nosotros se limitaba a un correcto “buenos días” y otro aún más correcto “hasta mañana”. Siempre venía solo, no hablaba con nadie y me enteré de su nombre porque una mañana otro señor mayor lo saludó llamándole D. Luis, también me enteré por la conversación entre ambos de que era músico y de que en su juventud había viajado mucho como componente de una orquesta de variedades que había actuado en los mejores clubes y casinos de Europa.

El conocido le preguntó si no echaba de menos ese mundo, D. Luis le contestó que sí y que esa era la razón por la que se sentaba en el banco ya que contemplando el bullicio de la plaza y sobre todo a los turistas que la frecuentaban creía estar de nuevo viajando y actuando con su orquesta, si veía a un turista francés o a un grupo de italianos o a una pareja de alemanes, su imaginación volaba a Francia, Italia , Alemania y rememoraba los lugares de esos paises en los que había tocado, además volvía a oir idiomas reconocibles y se sentía transportado a las mismas plazas y calles de las ciudades de esos viajeros. De ahí que mirase con tanta atención a la gente, sentía una especie de anhelo por mezclarse con ellos y volver a empezar.

A partir de esa conversación me atreví a entablar algún tipo de diálogo con D. Luis cuando se acercaba a comprar el periódico, lo hice con cautela y moderación para no parecer impertinente o demasiado curiosa. Empecé haciendo breves comentarios sobre los turistas que cruzaban la plaza o rodeaban al guía de turno mientras explicaba detalladamente los edificios más emblemáticos del lugar.

Así poco a poco íbamos intercambiando escuetas frases y comenzamos una incipiente amistad; D. Luis empezó a contarme, primero escuetamente y después con más detalle, sucesos y anécdotas de sus giras musicales y de la gente tan variopinta que había conocido.

Ambiente en un mercado persa

Llegó el verano y con el verano el calor y también los músicos y actores callejeros.

D. Luis se sentaba en el banco menos rato por la mañana debido al intenso calor y volvía a la caída de la tarde cuando empezaba a refrescar, además por la tarde era también cuando actuaban los artistas ambulantes, D. Luis no se perdía ni una actuación, era feliz viéndolos y oyéndolos, a veces se acercaba a ellos y les preguntaba de dónde venían y si iban a estar muchos días en la ciudad.

Había una pareja especialmente querida por D. Luis, eran dos chicos, uno tocaba la trompeta y el otro cantaba y hacía mimo e incluso bailaba, eran francamente buenos, D. Luis ocupaba su banco todas las tardes hasta que acababan su actuación, hay que decir que D. Luis había sido el trompetista de su orquesta.

Una tarde el viejo músico apareció con el estuche de su trompeta, la sacó y acercándose a los músicos les preguntó si podía tocar con ellos, y así lo hizo. Enseguida la trompeta de D. Luis sintonizó con la del joven y las dos enmarcaron las melodías que iban encadenándose armoniosamente. Fue hermoso, ya no era D. Luis el jubilado que leía el periódico en un banco de una plaza sino Luis un trompetista potente tocando al pasado y al futuro desde un nuevo presente. Y así se sucedieron tardes y más tardes hasta que terminó el verano y la pareja de músicos se marchó.

D. Luis volvió a su banco y a su periódico, un día vino con el estuche de la trompeta y me preguntó si la podía dejar en el quiosco porque pensaba que en cualquier momento la iba a necesitar y así fue, al poco tiempo, cerca ya de la Navidad, un guitarrista solo apareció en la plaza y D. Luis se ofreció a acompañarle con la trompeta, tuvieron un gran éxito, la gente imbuida por el espíritu navideño y por ver a un anciano tocando la trompeta tan bien y con tanto frío no pasaba de largo sino que se paraba, aplaudía y echaba muchas monedas en el estuche de la trompeta abierto en el suelo, todas las monedas eran para el chico de la guitarra, D. Luis no quería nada, solo tocar.

Y así se se fueron sucediendo las estaciones y la trompeta custodiada en mi quiosco esperando, si tardaban en llegar músicos yo animaba a mi amigo para que tocara él solo pero decía que él era un músico de orquesta y aguardaba pacientemente la llegada de otros. Se fue haciendo cada vez más conocido entre los músicos callejeros y ahora eran ellos los que le pedían que les acompañara en sus actuaciones.

De esta manera iban pasando sin tregua los días, hasta que una mañana al comienzo del verano llegó la pareja del trompetista y y el cantante como preludio de los cercanos días estivales, pero D. Luis ya no estaba en el banco, ellos desolados me pidieron la trompeta que me había legado mi amigo y que ya formaba parte de ese mundo mágico que era mi quiosco, se la dejé y el cantante que era también trompetista silenció su voz y junto a su compañero tocaron “En un mercado persa” una de las melodías favoritas de D. Luis , en un desesperado intento de recuperar el último verano cuando un indeciso anciano se les acercó con su trompeta para tocar en “su banda”, fue la última y más vibrante actuación de la trompeta de D. Luis que ya enmudeció para siempre y que yo sigo guardando en mi quiosco como la más querida de mis pertenencias.

En un mercado persa
el amor y yo nos encontramos cara a cara.
Encontré el amor y perdí mi corazón.
Como un sueño pronto se fue
pero su hechizo aún perdura

Como perdura el hechizo de la trompeta de D. Luis.

Coral del Castillo Vivancos

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Comentarios

Una respuesta a «Coral del Castillo Vivancos: «En un mercado persa»»

  1. Magnífico relato lleno de empatía y ternura, tienes que seguir escribiendo, como D. Luis, tienes que compartir tu talento

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