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Leandro García Casanova: «La lección de José Saramago»

Cuenta una antigua leyenda maronita que hace muchos siglos existió un beduino bastante rico, llamado Amaar, el cual tuvo muchas mujeres y numerosa descendencia. Y cuando sus hijos se hicieron mayores, muchos de ellos se dispersaron por los confines del mundo: Europa, África, América, Palestina, Arabia… Los que arribaron a Europa, con el tiempo hicieron una revolución, levantaron una fortaleza en sus costas y, en general, vivían bien. Lo mismo ocurría con los norteamericanos. En cambio los hijos de Amaar, que no emigraron, siguieron viviendo en las tierras cálidas de los desiertos: se alimentaban de dátiles y, como sus antepasados, se desplazaban en austeros camellos. A pesar de que oraban varias veces al día, vivían prácticamente en la Edad Media y bajo las arbitrarias órdenes de los califas. Peor aún les fue a los africanos: cuando dejaron de ser explotados por sus hermanos del Norte, los colonos europeos, se desangraron en continuas luchas tribales. Al final vivían poco menos que en la Prehistoria y siempre estaban gobernados por ‘tiranuelos’, como Mobutu Sese Seko o el sargento Idi Amín Dadá. Sin embargo, en Palestinala tierra prometida– dos pueblos convivieron pacíficamente durante siglos: los palestinos, que ocupaban la mayor parte del territorio, y los israelitas –ellos se consideran el pueblo elegido-, que eran una minoría. Pero con el tiempo, los israelitas, ayudados por sus poderosos amigos, los norteamericanos, fueron echando a los palestinos de sus tierras. Y hoy Palestina se ha convertido en un polvorín, donde las madres claman venganza por la muerte de sus hijos, porque dos personajes un tanto siniestros imponen su ley: Sharon y Arafat. Se da por hecho que la paz en Oriente Medio no vendrá de la mano de ellos.

Pasaron los años y Amaar, el Beduino, se quedó ciego. Cuentan quienes le conocieron que, al final de sus días, lloraba amargamente su desgracia: ¿Pero, cómo es posible que mis propios hijos no hagan otra cosa que hacerse la guerra, o que unos exploten a los otros? ¿Y cómo se explica que la mayoría de ellos esté pasando hambre, mientras que unos pocos tiran la comida y viven en la más desvergonzada opulencia? Y a los vecinos que le preguntaban les decía, como tratando de justificarse: Yo crié a mis hijos bajo este techo y siempre les di a todos por igual, y mis mujeres los amamantaron con sus pechos. En medio de la más absoluta desolación, razonaba así: No me importa que mis hijos no sean iguales, incluso que unos tengan más que otros, porque esto es ley de vida. Pero no les perdonaré jamás a estos bastardos que se maten entre ellos, o que no se ayuden ni se miren como hermanos. ¡Y yo, desdichado de mí, que creí haberles inculcado algunos sentimientos…! Al final -dice la leyenda maronita-, Amaar se vio abandonado de sus ingratos hijos y murió de tristeza, al comprobar que su vida había sido un completo fracaso, y que ya no tenía ningún sentido seguir viviendo: ¡Si yo no hubiera nacido, mis hijos no estarían matándose!, fueron las últimas palabras de Amaar, el Beduino.

Pero lo cierto es que una ola de egoísmo e incomprensión se extendió entonces por la Tierra: los orgullosos europeos eran incapaces de comprender las costumbres y el atraso de sus hermanos árabes. Y al revés. Éstos creían que todas sus desdichas se debían a sus hermanos más ricos y no a sus sistemas políticos caducos. Y el tan siempre perseguido pueblo de Israel, cuando se sintió fuerte, oprimió a sus hermanos más pobres, los palestinos, mientras ahora ‘orvalla’ (llueve) sobre Ramala. El caso es que los hijos de Amaar, el Beduino, siempre andaban enredando, enfrascados en guerras interminables, o robándose los unos a los otros. Pero está escrito en el libro del Génesis: Al principio creó Dios el cielo y la Tierra. Pero la Tierra era informe y vacía y las tinieblas cubrían la superficie del abismo. Y unos días más tarde, dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra. Y más adelante, dice lo siguiente: Dios había plantado al Este del Edén un jardín delicioso, en que colocó al hombre que había formado. Pero lo que no dice el libro del Génesis –ni siquiera llegó a sospecharlo el desventurado Amaar– es que Dios, el Misericordioso, el Todopoderoso y el Sembrador, al esparcir los granos en el Paraíso, algunos cayeron en pedregales donde había poca tierra y se secaron porque no tenían raices. Y desde entonces, aquel Paraíso de delicias, en que el Señor Dios puso al hombre para que lo cultivase y guardase, se convirtió para siempre en la Tierra del Egoísmo. Este cuento lo escribí en 2002 y tanto Sharon como Arafat hace años que fallecieron.

Precisamente en el mes de marzo de 2002, José Saramago, Premio Nobel de Literatura (falleció en 2010), visitó Cisjordania e Israel y en todo momento mostró su solidaridad con el pueblo palestino y criticó la actitud las autoridades israelíes. En una de las televisiones israelíes llegó a decir que lo que se estaba haciendo con la población palestina era lo mismo que los nazis hicieron con la población judía, comparando a Ramala con Auschwitz. El escándalo que generó en medios israelíes fue mayúsculo y, en una larga entrevista publicada en abril de ese año en la Revista Diners, Saramago dejó clara cuál era su postura.

¿Qué quiso decir al recordar a Auschwitz?

Quise decir exactamente lo que dije: cercadas por el Ejército israelí, rodeadas por más de 200 asentamientos de colonos, las ciudades y las aldeas palestinas, incomunicadas por carretera, están transformadas en auténticos guetos, donde no se puede entrar y de donde no se puede salir sin la autorización de las fuerzas militares israelíes. El comportamiento de esas fuerzas y, sobre todo, el espíritu que las impulsa se parece perturbadoramente a la acción y al espíritu nazi. Simplemente, la palabra Auschwitz, en Israel, es una palabra ‘prohibida… Auschwitz es, para los judíos, al mismo tiempo, una herida que nunca cicatrizará y un muro que no les permite ver la realidad. Al decir Auschwitz pretendí sacudir a la sociedad de Israel, forzar un debate, y el debate está abierto. Llamarme antisemita no resuelve nada. Para los judíos todo el que no es prosemita es antisemita (…).

¿Pidió perdón por lo que dijo?

Al serme preguntado, en una entrevista de la televisión israelí, si sería capaz de pedir perdón a las personas que se sintieron heridas por la palabra Auschwitz, respondí que sí, pero solo por haberlas herido, no por haber pronunciado la palabra. Si la palabra maldita les ofende, que la sustituyan por éstas: ‘Israel comete todos los días contra los palestinos crímenes que entran en la definición de crímenes contra la humanidad’.

La pregunta es: ¿qué no diría hoy José Saramago con los cerca de cuarenta mil muertos civiles (ancianos, mujeres y niños) en la guerra de Gaza, llevada a cabo por el Ejército israelí, en medio de tanto silencio cómplice? Sin embargo, ningún intelectual alza la voz hoy día ante tanta carnicería. Y en este plan, ¿de qué ha servido que miles de ucranianos hayan muerto defendiendo a su patria ante la invasión del tirano ruso, para que hoy venga el presidente de los Estados Unidos, un patán sin escrúpulos, legitimando la invasión y las muertes y, no contento con esto, quiere quedarse con las tierras malas de Ucrania. También quiere expulsar a los dos millones de habitantes, que viven en la Franja de Gaza, a Jordania y Egipto, cuando la Corte Internacional de Justicia ha dictaminado que se está cometiendo un genocidio. Ante tanta vergüenza y silencio, alguien tendría que alzar la voz y decir: La derrota de Ucrania es también la derrota de Europa. ¿Cuál será el próximo país europeo que invada Putin? Se repite la historia del acuerdo firmado en la conferencia de Munich, en septiembre de 1938, entre Alemania, Italia, Gran Bretaña y Francia: se cedió a Alemania la región checoslovaca de los Sudetes, que Hitler había invadido previamente, para no desairarlo. Sin embargo, cuando Alemania invade Polonia, en septiembre de 1939, se vieron obligados a declararle la guerra y entonces comenzó la II Guerra Mundial.

Una tarde, a comienzos de siglo, el escritor portugués dio una conferencia en la Facultad de Ciencias de Granada y recuerdo que le pedí al escritor y actual director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, que me lo presentara, pero en un momento dado me indicó de lejos que me acercara a saludarlo. Y allí me presenté yo solo: Mire usted, que yo soy de un pueblo al lado de Castril… Recuerdo la mirada fría y distante de José Saramago, como el que se pregunta: ¿Y este, de dónde ha salido? Poco después dio la conferencia en la Facultad, abarrotada de estudiantes, pero había dado una lección de solidaridad al mundo denunciando el gueto de Israel a los palestinos.

Leandro García Casanova

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