Llueve mansamente sobre Granada y hoy es de esos días en que la fina lluvia te levanta la moral. Bajando por la Cuesta del Chapiz, la Alhambra aparece al fondo, como un castillo encantado. ¡Cuántas veces no habré transitado por esta cansina cuesta, en mi época de estudiante!
El Colegio del Ave María es como un patio rectangular, con el paisaje de la Alhambra alzándose sobre la arboleda; es aquí donde solía posar para la posteridad don Andrés Manjón. En estas viejas aulas aprendimos a levantarnos cada vez que entraba en clase un profesor y, alguna vez, nos plantamos en el comedor. Hoy, en cambio, el mundo de la enseñanza está en crisis pues los profesores ya no tienen las prerrogativas de antaño. Pero es que tampoco las tenemos los padres.
En aquella terraza la lavandera tendía la ropa, mientras que don Fidel Villar, el profesor de Educación Física, nos advertía de que no quería tiendas de campaña. Esta tarde, parda y tibia, llueve lentamente sobre el patio avemariano. Aquí está la sala de profesores y en esta clase daba Latín don José Cotes. Todavía conservo varios libros de aquella época, aunque el tiempo ha sido implacable con nosotros. En esta aula asistíamos a las clases de Historia, Filosofía y Literatura y, en aquella otra, don Cristóbal nos enseñaba Ciencias Naturales; si queríamos aprobar, teníamos que llevarle como ofrenda una cajica bien surtida de minerales. Aquí da la impresión como si nada hubiera cambiado desde los años setenta. Páginas de periódicos del día cuelgan de los tablones de anuncios del patio, para que los alumnos estén al corriente de los acontecimientos consuetudinarios.

He quedado con el director de la Casa Madre, Antonio Casquet, y, al vernos, caemos en la cuenta de que nos conocemos de antiguo: cuando él cursaba quinto de Bachiller, yo estaba en sexto. El mundo es un pañuelo y hablamos de todo un poco, pues no en vano han pasado treinta y cinco años. Le pido que me enseñe la tumba del padre Manjón: allí, bajo el altar de la capilla y en una sencilla lápida de mármol blanco, con las letras A.M. (Andrés Manjón), descansa en paz el fundador de las Escuelas del Ave María. Éste no es el sepulcro multitudinario de Fray Leopoldo, pues aquí se respira silencio y por las mañanas don Andrés debe de oír sin duda los cánticos de los niños que tanto amó. En la planta de arriba están las habitaciones donde se conservan sus objetos personales: el viejo bonete, raído ya por el tiempo, las sotanas, capas y sombreros que usaba, las plumas con las que escribía pidiendo dinero, incluso una imagen suya a lomos del borriquillo peludo –ambos a tamaño natural–, que diseñó la Asociación de Vecinos del Albaicín y que este año expusieron en el paseo que lleva el nombre del fundador.
A mí me impresionan estas habitaciones, porque te llevan a otro tiempo, me dice el director. Quiere abrir el museo del Padre Manjón –la mayoría de los granadinos ignora que está enterrado aquí–, pero reconoce que habría que hacer muchas cosas en la Casa Madre. Yo estoy seguro que, después de tantos años, seguiría ganando batallas porque la cosa no está como para tirar cohetes: El colegio tiene su historia y la Delegación de Educación nos lo pone cada vez más difícil, pues este año nos han suprimido dos cursos de Primaria y uno de Secundaria. Ahora tenemos 600 alumnos entre Secundaria y Bachillerato, entre ellos unos 270 internos, de ambos sexos. Con motivo del Centenario del Seminario de Maestros, han organizado durante tres días una exposición de fotos antiguas, que han tenido que desmontar porque hacía falta el aula. Antonio Casquet me las va enseñando en su despacho.

La ausencia de cuadernos se suple con pizarras y pizarrines, dice este pie de foto, donde se observan a unas niñas aprendiendo en el paseo que lleva a las escuelas. Aquí aparece la cueva, que todavía se conserva, donde el padre Manjón se quedó maravillado al ver a la maestra Miga dar clase a unos gitanillos del Sacromonte. Con ellos creó la primera escuela del Ave María, la Casa Madre, en 1889, y luego las extendió por toda España. Con posterioridad, en 1905 fundó el Seminario de Maestros. En otro retrato antológico, de principios del siglo pasado, se ve a un cura con sombrero de teja enseñando las primeras letras y números al aire libre. Todos los niños llevan gorrilla y algunos se protegen del frío con largas bufandas: parecen personajes salidos de una novela de Dickens. Hace un año le enseñé a Antonio Idígoras, maestro impresor de las Escuelas de San Cristóbal, la foto de unos niños que se ensayan en la música. Y va y me dice: Ése que está tocando el tambor, es mi abuelo.
Es sublime la instantánea de don Andrés, ya en sus últimos días, acariciando a una gitanilla y rodeado de un enjambre de niños desarrapados. Quizá esta imagen recoja, como ninguna otra, toda su obra. Aquí vemos a los alumnos y profesores, en los años 50, con esta leyenda: Huestes de don Bernardo, San José os ampare y don José os apruebe. Y aquella otra foto cargada de sentimiento: Los gallos del Colegio con la cabeza a pájaros, próximos a dejarnos. Cuando la vida os desparrame recordad estos muros que os cobijaron. En su libro, El maestro mirando hacia dentro (me lo regaló el maestro Antonio Idígoras), el célebre pedagogo precisaba que educar no es transmitir ciencia, sino abrir ventanas, esto es, inteligencias al campo de la verdad… hacer y formar hombres cabales. Por eso, el museo rescatará del olvido la humilde figura del padre Andrés Manjón.
(NOTA: De casualidad he encontrado este artículo de 2005, lo tenía completamente olvidado y dudo si llegué a publicarlo, pero merece la pena recordarlo)
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