Estos últimos días han sido unas jornadas intensas, llenas de mensajes de esperanza –algunos, eso sí, lanzados con mejor puntería que otros–; en todo caso llenos de buenas enseñanzas.
Parece como si, por un tiempo –¿cuánto?–, algunos de nosotros hubiésemos querido ponernos la corona de la paz, a modo y manera de emblema reluciente… Semanas de conversaciones en todos los ámbitos; de reflexiones insertas en la realidad; de intentos sublimes de civilización.
En unos lugares, treguas más o menos eficaces. En otros, el olor a las renovadas tradiciones. En todos, la necesidad de dar fin a tantos y tantos enfrentamientos vanos.
Y pienso que esto no sólo se produce por el natural cansancio de mentes y cuerpos. Indiscutiblemente hay otras razones de mayor peso: ¿nos estaremos dando cuenta, por ejemplo, que estar al frente de nuestros congéneres supone anteponer el bien común a los intereses particulares? ¿Habremos aprendido que las tareas faraónicas no son propias de nuestro tiempo? ¿La sensatez habrá hecho blanco en nuestros débiles corazones?
Estoy empezando a pensar que nuestra vida no viene marcada por ningún “ciclo histórico”, sino que los lapsos son más bien cortos y están referidos al calendario anual: si toca celebrar fiestas; enaltecer la savia de nuestro líder espiritual; disfrutar el descanso del quehacer diario; o prepararnos para una nueva época.
En concreto, veo que las conversaciones, hoy, se tornan en cuestiones cercanas a las creencias más profundas de cada uno, en un intento –quizás– de dejar a un lado hipócritas rencillas, propias de aprendices de dictadores.
Así, vuelvo a preguntarme: ¿será que los habitantes de esta tierra andaluza, sin oriente ni occidente, confían más en las rogativas a sus bienaventurados que en el voto depositado en urnas de materiales plásticos?
¿Llevaría razón el escolapio Enrique Iniesta Collaut-Valera, cuando gritaba, con profundo andalucismo, un remedio para muchos desaciertos: «¡Los ‘santos’ a la calle!, a buscar nuestro sol y la luna (…)”?
Deja una respuesta