Plaza Mariana Pineda ::Ramón L. Pérez (IDEAL)

José Antonio Cordón: «Un café en Granada. Una tarde con Fernando de Villena y Juan Chirveches»

La tarde en la Plaza de Mariana Pineda avanza con su parsimonia habitual, entre el rumor de los paseantes y el tintineo de las cucharillas en las tazas de café. Sobre nuestras cabezas, la luz se va tornando más densa, con ese dorado oblicuo que Granada destila en las últimas horas del día.

Sentados en la terraza, Juan Chirveches, Fernando de Villena y yo nos dejamos envolver por la languidez de la conversación, esa que se desliza con la misma naturalidad con la que la brisa arrastra las hojas por el empedrado.

Chirveches, delgado, con el rostro entre tranquilo y escéptico, sonríe con ironía. Tiene la expresión de quien ha librado muchas batallas y no siempre ha salido triunfante. Su mirada serena, como la de Fernando, tiene la cualidad de los poetas: esa capacidad de atrapar el mundo en fragmentos de belleza, de transformar la realidad en palabras que el tiempo hará suyas. Pero en él hay un matiz diferente: una tolerancia que viene del desencanto, de saber que la vida pocas veces permite la victoria completa.

Fernando, en cambio, carga con su inteligencia como con un fardo indeseado. Su rostro, prematuramente envejecido, está marcado por una expresión resignada, por la fatiga de quien ha sentido y sufrido en exceso. Su mirada, profunda y melancólica, parece contener la memoria de todas las injusticias del mundo, como si cada palabra que pronuncia llevase consigo el peso de la historia.

—Occidente se suicida —dice Chirveches, dejando la taza sobre el platillo—. Por primera vez, el imperio ha decidido dinamitarse a sí mismo. En otro tiempo, la amenaza venía de fuera, ahora viene de dentro. Se niega su propio legado, sus propios valores. La corrección política, el antirracismo revanchista, la reescritura de la historia… todo está al servicio de una narrativa de culpa perpetua.

—La historia siempre la reescriben los vencedores —responde Fernando con voz pausada, cansada—. Y los vencedores de hoy no son los pueblos ni los ciudadanos, sino unos pocos que manejan el mundo como un tablero de ajedrez. Los mismos que deciden qué guerras son condenables y cuáles deben ser ignoradas.

La conversación ha derivado hacia un territorio sombrío, como si la misma Granada, con su historia de exilios y sangre, reclamara su derecho a ser testigo de nuestra indignación. Fernando de Villena, con los ojos velados por una tristeza sin fecha de caducidad, se mantiene en silencio por unos instantes. No es el silencio de la duda, sino el de quien sabe que todo lo que va a decir es inútil, porque la verdad no es un arma contra la barbarie, sino apenas un gesto de resistencia condenado a ser ahogado por el estruendo de las bombas.

Chirveches asiente, con su habitual escepticismo templado por una rabia fría. Sabe que el mundo está gobernado por quienes hacen y deshacen a su antojo, por quienes convierten la historia en una farsa de justificaciones, por quienes otorgan a la matanza el disfraz de la estrategia geopolítica.

Fernando se reclina en la silla, con los ojos clavados en el aire de la plaza. Su gesto, el de un hombre que ha leído demasiada historia, que ha visto repetirse los mismos crímenes con distintos nombres, con la misma impunidad. Entrecierra los ojos. Su escepticismo sobre la justicia histórica pesa sobre él como un hierro candente.

Chirveches sacude la cabeza, con la resignación de quien conoce demasiado bien el devenir de los tiempos. —Es el fin de la historia —ironiza—. Fukuyama estaría orgulloso.

Fernando se ríe, pero su risa es amarga. —No hay fin de la historia. Solo hay una historia que se repite con una brutalidad que siempre consigue sorprendernos. Pensamos que hemos superado las épocas de crisis y destrucción, pero lo único que hemos hecho es cambiar la narrativa.

El aire de la plaza se ha vuelto más denso. La conversación ha arrastrado consigo algo más que palabras: la certeza de que la justicia es un mito conveniente, una fábula que sirve para dormir conciencias. Fernando suspira y se pasa una mano por el rostro, como si tratara de disipar el peso de su pensamiento.

—He dejado de creer en la posibilidad de que el mundo aprenda —murmura—. Los imperios se construyen sobre cadáveres. Es su naturaleza. Pero lo que más me duele es que incluso quienes podrían rebelarse contra esta barbarie han sido domesticados por la comodidad, por el miedo, por el cinismo.

—Siempre ha sido así. La historia la escriben los vencedores. Y los vencidos solo aparecen en las notas al pie.

La frase queda suspendida en el aire. Hay un instante de silencio en la mesa, un silencio cargado de aceptación amarga.

—No solo la política está dominada por unos pocos —continúa Fernando, con la mirada fija en los niños que juegan en la plaza—. La literatura también. El mundo editorial es un coto cerrado, donde los que deciden quién publica y quién no son los mismos que dictan las modas, los gustos, las corrientes dominantes. Y el escritor que se resiste a entrar en el juego, que no comulga con la ideología de turno, queda fuera. No importa su talento, su voz, su originalidad. Publicar es un privilegio, no un mérito.

Chirveches sonríe con escepticismo.

—El arte siempre ha sido un terreno de poder. La diferencia es que antes la censura venía del Estado o de la Iglesia, y ahora viene del mercado y de la opinión pública. Es peor, porque no tiene rostro, no tiene centro. Te pueden silenciar sin que nadie lo ordene explícitamente. Es un linchamiento difuso, espontáneo, donde todos participan y nadie asume la responsabilidad.

—Las redes sociales han dado la puntilla —digo, uniéndome a la conversación—. Son la inquisición moderna. Han convertido la cultura en una serie de bandos enfrentados donde importa menos la verdad que la lealtad a una causa. Si te desvías del guion, eres condenado.

—Y en medio de todo esto —dice Chirveches, recostándose en la silla—, Europa sigue sin entender lo que está pasando. Nos reímos de los excesos de Estados Unidos, de su obsesión por la identidad, de su hipersensibilidad patológica, pero el contagio ya ha comenzado. El Viejo Continente quiere ser herbívoro en un mundo de depredadores.

Fernando deja escapar una breve risa, sin alegría.

—Europa ha renunciado a su propia voz. Ya no cree en nada. Todo lo somete a revisión, todo lo cuestiona, pero no propone alternativas. Se ha convertido en una cultura de la culpa, de la expiación sin redención. Y cuando una civilización deja de creer en sí misma, el final es solo cuestión de tiempo.

Chirveches asiente, con ese gesto suyo que mezcla ironía y aceptación.

—La historia es implacable con los débiles. Si Occidente se empeña en suicidarse, no faltará quien le dé el empujón final.

El sol ha descendido aún más, tiñendo la plaza de un tono ámbar melancólico. En la mesa, las tazas están casi vacías, como si hubieran absorbido algo del peso de nuestra conversación. Nos quedamos un momento en silencio, observando a la gente pasar, a los niños correr entre los bancos, a los ancianos que caminan con la lentitud de quien sabe que no tiene prisa.

Quizás Occidente no esté muriendo. Quizás solo está mutando en algo que aún no entendemos. La pregunta es si sabremos reconocer en qué nos estamos convirtiendo antes de que sea demasiado tarde.

La brisa se ha vuelto más fresca en la Plaza de Mariana Pineda, como si la conversación hubiera invocado un aire más denso, más otoñal. Granada es así: respira al ritmo de quienes la habitan, se impregna de sus diálogos y los devuelve en forma de luz dorada sobre los edificios.

Chirveches tamborilea los dedos sobre la mesa, meditabundo, con su rostro de escéptico tolerante que ha visto demasiadas batallas como para dejarse llevar por entusiasmos fáciles. Fernando de Villena, por su parte, tiene la expresión de quien carga un peso invisible, de quien ha visto demasiadas injusticias y sabe que ninguna protesta podrá deshacerlas.

—Lo que ocurre con la política —dice Fernando, con su tono pausado— no es distinto de lo que ocurre con la cultura. Todo se ha convertido en un juego de apariencias. Se celebra la inanidad como si fuera un acontecimiento histórico, se alza a escritores de pacotilla, se premian libros sin trascendencia. Todo es fugaz. La gran obra ya no importa.

—No es que no importe —corrige Chirveches—, es que ni siquiera tiene oportunidad. Si no eres parte del tinglado, no existes. Si no tienes a alguien que te respalde, no publicas, y si publicas, desapareces antes de haber llegado. ¿Cuántos escritores brillantes han quedado en la sombra porque no formaban parte de la maquinaria? ¿Cuántos han muerto en la indigencia mientras los mediocres copaban las vitrinas de las librerías?

—El mercado no busca calidad, busca resultados —respondo—. Y los resultados no se miden en la hondura de una obra, sino en su capacidad para venderse como un producto. El libro es mercancía, el escritor es un proveedor, la literatura es un nicho de mercado. Y, como en todo mercado, lo importante no es la esencia, sino la demanda.

Fernando resopla, con ese cansancio que no es solo físico, sino existencial.

—Siempre ha habido mediocridad, eso no es nuevo. Pero antes coexistía con la grandeza. Hoy la grandeza es una molestia. No encaja en la lógica del espectáculo, en la dictadura de lo efímero. Vivimos en un tiempo que solo reconoce lo que brilla durante un segundo y después desaparece. La literatura ha sido sustituida por el fulgor del instante.

—Se ha devaluado todo —añade Chirveches—. Ya no importa la solidez de una obra, sino su capacidad para encajar en un relato prefabricado. Lo que se premia no es el talento, sino la pertenencia. La literatura no es más que una excusa para la política cultural del momento. Si encajas en el discurso dominante, eres un genio; si te apartas de él, eres irrelevante.

—Y mientras tanto —sigue Fernando—, el dios dinero sigue en su altar, como un becerro de oro inamovible. En literatura, en arte, en política, en todo. Nos han vendido la ilusión de la meritocracia, pero la verdad es que el mercado es quien decide quién entra y quién queda fuera. No hay valores estéticos, solo estrategia comercial.

—Exactamente —digo—. La cultura es escaparate, y los actores entran y salen como monigotes de guiñol. No importa su valor, su profundidad, su aporte real. Importa que encajen en la puesta en escena. Y cuando el guion cambia, se los descarta sin miramientos.

Chirveches se ríe, pero su risa es amarga.

—El problema no es solo el mercado editorial. Es todo el ecosistema cultural. Las instituciones, las academias, los jurados de premios. ¿Cuántos genios han sido ignorados porque no encajaban en el reparto de favores? Se habla de democracia cultural, de apertura, de pluralidad. Qué ironía.

—Y lo peor —añade Fernando, con un brillo sombrío en la mirada— es que hemos aceptado esta farsa sin resistencia. Nos hemos acostumbrado al simulacro, a la celebración de lo trivial. La verdadera literatura, la que de verdad transforma, ya no tiene lugar en este circo.

Nos quedamos en silencio un momento. La plaza sigue ahí, con su rumor de ciudad antigua, con su serenidad indiferente a nuestros lamentos. Pero sabemos que lo que decimos no es nostalgia, no es el lamento de unos viejos idealistas. Es una realidad que se impone, que nos rodea, que nos asfixia.

—Quizá —digo, finalmente— aún haya un espacio para la resistencia. Quizá aún queden quienes escriben sin esperar favores, sin buscar aprobación, sin someterse al juego. Quizá la verdadera literatura sigue existiendo, aunque ahora habite en las sombras.

Fernando sonríe levemente, pero su sonrisa es triste.

—Siempre quedarán islas de luz en medio de la oscuridad. Pero cada vez son más pequeñas.

José Antonio Cordón García
Catedrático de Bibliografía y Fuentes de Información
Facultad de Traducción y Documentación
Universidad de Salamanca

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