Jesús A. Marcos Carcedo: «La liebre»

La niña se había quedado dormida después de comer y Fabián lo había aprovechado para dar una cabezada. Así que salió, la perra detrás de él. Le gustaba que llevaran algo de vuelta, aunque luego se aprovechara la nuera, que no se lo merecía porque cuidado que le costaba venir a verle. Y no porque la hubiesen tratado mal nunca. La Inés se desvivía, la pobre, por agradarla y, así y todo, se le notaba siempre con ganas de irse, como si allí le diera urticaria.

Se echó a andar calle arriba para atajar. Ahora que el suelo era de cemento y estaban más arregladas las casas, el pueblo parecía una ciudad. Pero, claro, en las ciudades hay gente y mucha y aquí no se veía un alma. Como para contradecirle, un poco más allá, se movió la puerta de la Floren y apareció ella.

– ¿Dónde vas, majo, si a ti siempre te ha gustado la siesta?

– Toma, como a ti –dijo él-. De viejo se duerme menos.

– Ya ves, yo hay noches que no pego ojo. ¿Ya se fue el chico?

– No, ahí sigue con la nieta.

– Los míos no me han venido. Ninguno –dijo ella y, por un momento, la voz pareció querer ausentársele.

Él se detuvo y la miró un momento.

– Mujer, qué se le va a hacer. Es ley de vida.

Luego, agachó la cabeza y siguió. Atravesó las eras y, en seguida, llegó a las tierras. Ahora decían que era incómodo y sucio eso de pisar por los surcos y los terrones. Pero a él todavía le gustaba moverse entre ellos. Se hundía uno, sí, ¿y qué?, más blando. Como lo de ducharse. ¿Para qué tanta ducha si la gente ahora apenas levanta el culo de la silla? Ellos sí sudaban, pero ni se les pasaba por la cabeza que eso fuera malo. Lavarse con la palangana un poco los sobacos y algo los pies y listo. Alguno había antes que ni eso, que casi ni las manos. Y la cabeza, ¿a qué tanta pamplina? Si se quedan ahora sin pelo de jóvenes por tanto champú y tanta leche.

Pero a qué pensaba esas bobadas. Allá ellos. Apretó el paso, no se le fuera a pasar la tarde sin encontrar nada. Llegó a la tierra de la cárcava. Allí les gustaba encamarse. La perra se le había adelantado, excitada. De pronto, saltó una entre los bordes de un surco.

– ¡Vamos, chita, no la dejes! -le gritó a la perra, que ya corría tras la liebre.

El animal huía como una exhalación. Viró y se fue a refugiar en una mata. La perra la rodeó, ladrando, aunque sin poder entrar. La liebre, asustada, se aventuró de nuevo al descubierto. Pero la perra, tozuda, la aguardaba ya. La cogió con la boca y la alzó en vilo. La pobre lanzó un agudo gritito y se quedó quieta. Él llegó rápido, se agachó, le ató las patas y la colgó del cinto.

Pero, al alzarse, la rodilla le dio un trallazo. Se había olvidado de la artrosis y ahora venía Paco con la rebaja. Si se lo decía la Inés, que ya no era un chaval para andar correteando. A duras penas, se enderezó y volvió a caminar. Palpó la liebre, caliente aún, y trató de apresurarse. A Fabián le gustaba mucho con arroz, como la hacía su madre. La verdad era que, desde que ella había muerto, venía menos. Natural. Una madre era una madre y el padre nunca tiraba tanto. El caso era que él sí le echaba de menos. Bueno, le echaba de menos a él y echaba de menos a la Inés. Antes, cuando el chico se marchaba, se quedaban allí los dos y era otra cosa. La Inés era callada, siempre lo había sido, pero llenaba mucho la casa. Claro, el chico no tenía la culpa de que ella se hubiera muerto ni de que él se hubiera quedado sin compañía. Que estuviera allí con él eran querencias de viejo. Viejo y solo como la una. Si ya no quedaba nadie allí que no estuviera más arrugado que un higo y que casi no tuviera quien le viniera a ver.

La pierna le dolía al moverse entre los terrones. Eran cuatro gatos los que seguían en el pueblo y, encima, a cuál más viejo. El que no tenía averiada una cosa tenía la otra. Ni médicos ni nada. Hasta los ochenta, todavía. Pero, luego, los achaques lo son todo. Quien no cojea no ve de un ojo y quien ve bien de los dos no puede mear a gusto.

Tampoco es que se hubiese alejado mucho. No tardó en llegar a las eras. Desde allí, enfiló calle abajo. Pero ya no estaba el coche a la puerta. Vaya por Dios.

Entró. En la cocina, tirado, había un juguete. Sobre la mesa, una nota con letra grande: padre, no le esperamos por no pillar el atasco. ¡Dichoso atasco, tanto sería como para no aguardar un momento! Le dieron ganas de quedarse echado toda la tarde, ronchando pan. Ni haber podido dar un beso a la nieta. Alicaído, dejó que la vista se le escapase por la ventana. El campo se extendía a lo lejos, llano e inmenso. Huían de ese horizonte, no de otra cosa. Nadie lo soportaba.

En eso, notó que algo le rozaba el pantalón. Era la liebre, que se movía. La perra apenas la había señalado y temblaba ahora entre sus manos. La sacó al corral para darle un golpe en la testuz. Se haría con ella un arroz para mañana. El animal se retorcía tratando de librarse. Levantó el palo, pero, sin saber por qué, le dio pena.

Salió a la calle y subió a las eras. Casualidad, volvía ahora de pasear Patas Cortas. Bueno, ¿y a él qué le importaba? Puso a la liebre sobre el suelo y la soltó. Ella, desorientada, vaciló y olisqueó el aire un momento. Luego, se alejó y, por fin, se echó a correr. Se marchaba contenta.

– Pero ¿qué haces, chalado? – le gritó el Patas Cortas-. ¡Pues menuda tajada tiene ésa, como para que la eches al monte!

Y, según lo decía, agarró un canto y se lo tiró a la liebre, sin atinarla.

– ¿Y a ti qué te importa lo que haga yo, pedazo de mulo? –le replicó él-. Tú sí que tienes la tajada todo el día.

Patas Cortas no dijo nada y los dos se quedaron quietos, mirando cómo se alejaba aquella pizca de vida saltarina. Ya casi no se la veía y, entonces, notó una molestia, una tristeza en el pecho. Pero también un consuelo, un alivio. La liebre quería a aquel campo tanto como él. Trotaba y corría de puro gusto, se le notaba.

– Patas, vente para casa, que echamos un vaso –le dijo al otro.

Bajaron a la par, en silencio. A sus espaldas, la nostalgia brincaba entre los surcos.

Jesús A. Marcos Carcedo

Redacción

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