La literatura policiaca española conoce un momento de esplendor inigualable y una de las autoras de mayor éxito es Dolores Redondo. La autora vuelve ahora a sus valles navarros, aunque, a pesar de inspirarse en ellos, no son los valles que los visitantes ordinarios, pasajeros superficiales, pueden ver.
Regresa esta vez a ellos con Las que no duermen. NASH (Ediciones Destino, noviembre de 2024), que constituye el segundo de los volúmenes de lo que acabará siendo un cuarteto literario al que ha llamado “Los Valles Tranquilos”, recogiendo el apelativo con el que se conoce a los que acompañan el recorrido del río Bidasoa hacia su desembocadura en el Cantábrico.

Pero para seguir a la escritora en su nuevo recorrido hay que saber que lo real no es lo que ordinariamente se percibe, sino lo que se oculta tras las apariencias, y también que uno no debe dejarse arrastrar por la opinión general, sino dudar de ella. Porque esa es la manera de enfrentarse a la vida de su protagonista, la doctora Elizondo, una psicóloga forense a la que no le duelen prendas con tal de escudriñar las verdades sumergidas en el vientre de la tierra. Y eso en sentido real y en sentido metafórico. Realmente, porque el comienzo de la novela es la descripción del esforzado descenso de la doctora, sujeta por el arnés de los espeleólogos, a una sima en la que pretende hallar pruebas de su uso ancestral en rituales relacionados con la brujería. Metafóricamente, porque los hallazgos físicos conducen a otros que apuntan hacia mentalidades y conductas que los trascienden y que revelan la cruenta condición de las formas primitivas del alma. La crueldad implicada en las supersticiones y en la búsqueda de chivos expiatorios produce sociedades atemorizadas, dominadas por los que controlan los recursos del miedo.
Frente al oscurantismo de las gentes de los valles, Redondo nos presenta a su investigadora como una científica rigurosa que se vale bien de sus conocimientos y que utiliza los métodos forenses con sagacidad y audacia. Se trata de una vocación obsesiva, que la convierte en una friki de la psicología del crimen. Su propio nombre, con el que ella misma se ha inscrito en el registro, es Nash, que no es otra cosa que el acrónimo formado por las iniciales de las cuatro posibles causas de muerte en la clasificación forense: natural, accidental, suicida y homicida. Sin embargo, eso no impide que sus intereses sean relativamente amplios, como de humanista a la nueva usanza, y, por eso, actúa como antropóloga o arqueóloga. Pero, realmente, ¿consigue Dolores Redondo delinear un personaje tan peculiar como pretende?

En principio, no resulta muy original valerse de la figura de los profesionales forenses, sean psiquiatras o psicólogos, para caracterizar al actor principal de una trama policiaca. Hoy en día brotan por doquier en la literatura y en las historias cinematográficas. La aportación de Redondo está, más bien, en esa acumulación de pasiones que señalamos y que llevan al personaje más allá de su dedicación principal. Tampoco sorprende que la protagonista tenga una vida emocional enrevesada y problemática, pues parece que se hubiera convertido en un rasgo obligado del carácter de cualquier detective novelesco actual. Lo distintivo en este caso es el subrayado de su relación con el universo de las mujeres y con la elección de las mujeres como factor principal de la composición de la trama. Son mujeres las investigadoras, las víctimas y una multitud de figuras secundarias. Muy llamativa es la comunidad de las tres Mitxelena, dueñas de una empresa funeraria en la zona y cuya casa se convierte casi en el hogar de Nash. En el polo opuesto, los hombres atraviesan la novela como seres desvaídos, narcisistas y vacilantes, a pesar de lo poderosos que puedan llegar a ser o de la coraza patriarcal que les proteja. Tiene esta oposición también mucho, me parece, de cliché o de recurso de moda.

La novela en su conjunto se ha pensado como la superposición de estructuras envolventes que agobian a los personajes y que transmiten al lector la angustia de quienes se sienten atrapados. La sima en la que yacen los cuerpos sacrificados, los valles en los que se encajonan los pueblos y que achatan el espíritu de sus gentes, la lluvia omnipresente, la esfera de las creencias ancestrales que sustentan los crímenes y hasta la cerrada atmósfera general que está provocando la llegada de la pandemia de la covid se confabulan para oprimirnos el ánimo. La presión de esas mallas invisibles es lo más logrado y sutil de la novela, que, sin embargo, resulta un poco cansina cuando Dolores Redondo se empeña en hacer alarde de sus conocimientos técnicos o científicos, sea para describir los procedimientos de los espeleólogos o los de los laboratorios.
La autora ha procurado alcanzar una cierta altura de estilo y consigue evitar ese nivel tan elemental, como de redacción colegial, en el que se mueven bastantes de nuestros best sellers. Las descripciones de paisajes y de ambientes se hacen con originalidad y belleza y también se trabajan con cierta sutileza las marañas que enlazan las miserias de unos seres humanos con las de otros. Sin embargo, la pretensión metaliteraria del final, a través de la que ella misma se introduce en su propia su novela, resulta un tanto excesiva. No logra hacernos ver su necesidad y, al contrario, resta seriedad a la novela.
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