Me impelen a mirar al suelo para que mis narices no se aplasten contra el empedrado… Yo era de los que entendía que otear el frente era más conveniente que agachar la cabeza –los ojos– a manera y modo de los que fueron obligados a luchar en las Horcas Caudinas –desfiladeros del sur de Italia donde los sammitas vencieron a las legiones romanas en el año 321 a.C.
Pues bien, a pesar del aviso, no sé si, con la testa levantada, sigo, erre que erre, cegado, confundido o engañado; mejor, alucinado, pues prefiero entender –a riesgo de ser tachado de ingenuo–, como define medlineplus.gov, que, achaparrados, tan sólo estamos percibiendo “cosas como visiones, sonidos u olores que parecen reales, pero no lo son. Estas cosas son creadas por la mente” (de lo contrario, si lo que estamos viviendo es real, quizá mi fe y mi aguante van a llegar a su límite).
Estas cosas –cuestiones– me resultan tan inadecuadas como las “risas de guion” de algún espacio radiofónico: innecesarias y que no aportan nada a la bondad del mismo. Todo lo contrario: impiden la escucha “sosegada” e impide su valoración.
Acepto que estemos –como casi siempre en los últimos años– pasando unos tiempos complicados y en los que las opiniones, sobre cualquier episodio, sean dispares y contrarias. Pero no quiero creer en la desaparición del consenso y la sociabilidad.
Sobre todo si conseguimos reciclar el tono y las formas de convivencia –sean del tipo que sean–: jurídicas, políticas, ciudadanas…
¿Habrá llegado el momento de confesar nuestra falta de solidaridad? Yo soy de los que afirmo que vamos tarde en esta materia propia de los derechos humanos.
No quiero pensar que haya que clamar al cielo –el de cada uno– para que todo lo dicho tenga la solución adecuada de reconciliación, sosiego y avenencia.
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