Cuando hice mi primera comunión, en mayo de 1961, yo tenía ocho años. Recuerdo que unas semanas antes mi madre me llevó a Baza y allí en una tienda me probé el traje. Aquel escaparate de maniquís con trajes de primera comunión de niños y vestidos blancos de niñas era todo un espectáculo, era lo más grande que un niño de mi edad podía observar, pues tenía mucha ilusión después de estar un año yendo al catecismo en la iglesia y preparándome para ese día. Era como un sueño.
Entonces, Baza era para mí la ciudad más grande que había visitado, pero lo que más llamaba la atención al pasear por sus calles céntricas era el enorme zapato de cartón, que estaba colgado en la fachada de un edificio, y que anunciaba Calzados Castillo, con el sobrenombre de el Zapato Grande. Dos años antes yo había ido a Baza con mi madre a la consulta de un radiólogo, que me observó por Rayos X, pero no recuerdo ahora la enfermedad que yo tenía. De regreso al pueblo en el coche correo (así llamaban al autocar de los hermanos Simones, que salía de las cocheras de la plaza de San Francisco, un antiguo edificio que con anterioridad había sido un convento), que hacía el trayecto Baza-Castilléjar-Castril (ida y vuelta), recuerdo que me entretuve jugando con un cochecillo de plástico que me compró mi madre, del tamaño de un euro, en el cristal del autocar. Pero ahora era ya un hombrecillo y estaba ilusionado porque iba a recibir la primera comunión. El caso es que mi madre prefirió comprarme un traje blanco, cuando en aquellos años de comienzos de los sesenta los niños solían llevar trajes de marineros.
Para entender cómo el traje de primera comunión se convirtió en un clásico hay que remontarse al siglo XIX, cuando comenzó la costumbre de que los niños que fueran a comulgar por primera vez se vistieran con un traje nuevo para presentarse dignamente ante el altar, según relata el historiador Juan Eslava Galán: A principios del siglo XX se va imponiendo el traje de color blanco, símbolo de inocencia y pureza, y poco a poco la vestimenta se va complicando. Del traje de calle sin distintivo alguno se pasa a llevar un adorno con una medalla o un brazalete distintivo. Pero en 1954, Galerías Preciados anunciaba en su publicidad los trajes de fantasía: caballeros de ilustres órdenes militares, almirante… El traje de marinero fue el que más se impuso a partir de los años 50, quizá por ser en su mayor parte de color blanco y más sencillo y accesible para todos. Costaba entre 350 pesetas y 550 pesetas en grandes almacenes, en 1954.

Doña Natalia era la maestra que daba clases en la aldea de Los Carriones y, cuando llegaba al pueblo montada en el remolque del motocarro, de un vecino suyo (ella y dos mujeres venían sentadas en sillas de anea como si tal cosa, por aquella carretera de tierra), solía acercarse a la casa de mis padres pues tenía amistad con ellos. Pero un día me cogió del brazo y me preguntó: A ver, Leandrín, ¿tú a quién vas a recibir? La pregunta me cogió de sopetón y yo no sabía a qué se refería, así que le contesté lo primero que se me vino a la cabeza. Pues, a mis padres, le dije con toda naturalidad. Entonces, doña Natalia (era de lo mejor que he conocido, un alma sencilla) me dijo: ¡No!, tú vas a recibir al Señor, cuando hagas la primera comunión. Yo me pondría colorado, como de costumbre, mientras observé la cara de decepción de mis padres. También recuerdo que en la clase de catecismo, que nos daba Ramona en los bancos de una capilla de la iglesia, había un cuadro siniestro al fondo de la pared donde los pecadores se asaban vivos en el Infierno. Sobrecogía ver sus caras descompuestas en medio de las llamas y aquellas imágenes, en la penumbra de la capilla, surtía efecto entre los penitentes que estábamos allí. Algunas tardes los niños salíamos de las escuelas en fila, en dirección a la iglesia, para ir a la clase de catecismo, entonces algunos pedíamos permiso para ir a orinar y aprovechábamos la ocasión para escaparnos por el callejón de la iglesia.
La noche de la víspera mi madre me advirtió que, después de cenar ya no podía comer hasta que comulgara al día siguiente, pasadas las doce horas. El caso es que los niños llegábamos a la misa medio mareados: de dormir mal, de tener el estómago vacío por el ayuno, de las advertencias de nuestros padres, de los nervios de unos y de otros… El caso es que alguno se mareaba con tanto trajín. En la iglesia nos colocaron a los niños en las primeras filas de los bancos, de manera que parecíamos unos angelitos con nuestros trajes y vestidos blancos, allí reunidos (los niños a un lado y las niñas a otro, como mandaban los cánones). Mientras tanto, nuestros jóvenes padres nos miraban de reojo y se sentían orgullosos de nosotros porque ya parecíamos unos niños más formales, les dábamos menos disgustos y estábamos más guapos. Seguramente, los niños cantaríamos esta canción en la larga ceremonia, que me ha venido a la mente mientras escribía estas líneas y que tantas veces he oído:
Cantemos al amor de los amores,
cantemos al Señor,
Dios está aquí, venid adoradores adoremos
a Cristo Redentor.
Gloria a Cristo Jesús,
cielos y tierra bendecid al Señor;
honor y gloria a Ti,
Rey de la gloria, amor por siempre a Ti,
Dios del amor.

En la foto de mi primera comunión llevo la cruz de Santiago, bordada a la altura del pecho, junto al crucifijo de mi madre colgado de una cadena (lo he encontrado estos días), de manera que con la guerrera abotonada y las hombreras con hilos de oro, yo parecía un caballerito de la Orden de Santiago, como el pintor Diego Velázquez, el novelista Francisco de Quevedo y tantos otros personajes célebres. En las manos tengo el misal y al fondo aparece enmarcada la foto de mis abuelos paternos. Aquel día vendí pocas estampas pues me daba corte pedir, a pesar de que siendo monaguillo pedía por el pueblo, con la hucha, en el Día del Domund. Quiero recordar que recaudé en propinas 2,50 pesetas, esto es, diez reales de entonces, lo que valía la entrada al cine. Al aperitivo que mis padres dieron en casa asistieron doña Natalia y el maestro don Emilio Carmona, y las vecinas Nati e Isidora. Hace unos meses, mi paisana Dorita me envió esta copia de la estampa de mi primera comunión: La encontré en el misal de mi madre, me dijo. Seguramente tu madre me compró una estampa y la guardó, le respondí, agradeciéndole el detalle. Al año siguiente, a mi madre se le ocurrió lavar el traje de primera comunión y como es natural encogió, de manera que ya no pude ponérmelo más (yo había crecido), pero aprovechó para la primera comunión de mi hermano Carlos. Quiero tener un recuerdo para aquellos niños que celebraron la primera comunión, pero sus padres no pudieron comprarle un traje como a nosotros.
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