Ahora que unos (muchos) hablan de “integridad artificial” y otros (menos) de “integridad natural”, algo muy concreto ha reverdecido en mis recuerdos: la relación entre el individuo y la sociedad, y sobre la importancia de mantener la probidad moral frente a las adversidades.
Frente a esta remembranza, de los “Diálogos de Platón”, como fuente, me he detenido en el “Critón” (Κρίτων), escrito breve que pertenece a la primera etapa de la obra del filósofo griego seguidor de Sócrates y maestro de Aristóteles, en el que se narra un momento crucial: el encuentro entre Critón, un amigo cercano que intenta convencer a Sócrates de que escape de la prisión y evite la muerte, y el propio filósofo que reflexiona sobre la importancia de respetar las leyes y la justicia, incluso cuando estas parecen estar en su contra, defendiendo la idea de que uno debe seguir lo que es correcto, en lugar de actuar por interés personal o por miedo.
Entiendo –y espero que también vosotros lo entendáis así– que la lección es clara: la verdadera fortaleza reside en mantener nuestros valores intactos, sin ceder ante la presión o la injusticia.
Así, puedo sentir que la reflexión que os propongo hoy es totalmente vigente: la moralidad y la justicia no son negociables. La coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos es lo que realmente define nuestra dignidad como seres humanos. En definitiva, mantener la decencia –en cualquier tiempo– es un acto de entereza, como lo es rechazar la corrupción o las prácticas deshonestas; o negarse a colaborar en una acción injusta o ilegal; o defender públicamente la verdad, aunque ello signifique desafiar a quienes tienen más poder o influencia… Actuaciones que, aunque puedan parecer “pequeñas”, contribuyen a fortalecer la cultura de la honestidad y reflejan la imprescindible resistencia ética: ¡ejecutar correctamente, sin ceder ante la presión, por el bien mayor!
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