La Granja, mon amour, de Jesús A. Marcos Carcedo, es el relato que, a lo largo de cuatro tardes, una joven sirvienta del Palacio de La Granja (Segovia) ofrece al cura de su pueblo, algo liberal, de la sublevación de los sargentos del ejército en agosto de 1836. Isabel II era entonces una niña de sólo cinco años y actuaba como regente su madre, la joven María Cristina. La chica, con lenguaje sencillo, va mostrando la tensión que precede al levantamiento, el cerco nocturno del palacio, la reacción de la camarilla conservadora y la cesión final de la regente, que abrió nuevas posibilidades para el progreso del país.
Los hechos históricos se entrelazan con los de su propia historia de amor, vivida en el ambiente intenso de La Granja, que, llena de soldados y cortesanos, se convierte en los veranos en la capital efectiva de España. Ella y la reina parecen compartir cierto destino.
LA GRANJA, MON AMOUR
Jesús A. Marcos Carcedo
(La Granja, 1836, rebelión de los sargentos)
PRIMERA TARDE
No sé si le aburriré, que soy algo cansina. Pero ya está usted en ello y, como me da pie, allá voy…
Me cuesta arrancar, sí, pero, vaya, no me disgusta ir a La Granja en el verano. Ya sabe usted, don Fabián, por lo que voy, que soy pobre y no voy para allá por esparcimiento, como lo hacen los reyes… bueno, ahora, no es rey sino reina, la niña, y su madre, claro, la regenta. Pero, ya allí, no lo paso mal. En fin, pues eso, que, si no, no acabo de contarlo, que me fui al final de julio a servir a palacio, antes que otras veces. Ya no tenían aquí mucho jaleo, casi estaba todo recogido, pero no crea que le gustó la cosa a mi padre, que siempre quiere tenernos a todos dispuestos, aunque más que nada a los chicos. Pero mi tía Patro, que es la que me mete en esto, me mandó aviso de que fuera este verano antes, que me iban a poner en la cocina y para servir las mesas, que dan unas perras más y que luego siempre te toca algo para llevar para casa. Además, que, como yo sé leer, que eso era bueno por si acaso, que en el palacio hay papeles y, cuando menos se espera, hay que leer algo que mandan y las demás chicas se quedan, como simplonas, a verlas venir. Leo, claro, por su merced, don Fabián, que siempre se lo tendré que agradecer, que a las chicas nadie les enseña nada y usted, ya ve, se apiadó de ésta. Y los chicos, mira que son burros, ellos con arar tienen bastante, que, aunque usted quiera enseñarles, nada, que les va más matarse a cantazos.
Bueno, pues me presenté allí dos días después de salir del pueblo. Dormí en casa de otra tía en Palazuelos y cuando, de mañana, me acercaba me llamó la atención que estaba todo más movido que otras veces. El cuartel del Pajarón andaba revuelto, entraban y salían los soldados, como si tuvieran que hacer cosas que otras veces no hacían. Iba yo ya apresurada hacia la Puerta de la Reina cuando un par de ellos se me echaron encima, ya sabe, con requiebros y eso, pero a lo bruto, que son animales muchos de éstos. Yo ya no sabía qué hacer, casi no me dejaban andar y estaba a un tris de gritar, cuando resulta que se oyó una voz fuerte, muy seria, que les gritó a los pájaros “¡soldados, firmes!”, y ellos pararon asustados y se volvieron, los cagones, y se cuadraron. “Vuelvan al cuartel, a limpiar las cuadras, que es lo corresponde a quien no respeta a una dama”, les dijo luego, sereno, y, ellos, “sí, mi sargento”, y, con el rabo entre las piernas, para allá marcharon. Entonces, me fijé en él, sólo un momento, luego bajé la vista. Era apuesto, bastante alto, con un bigote grande, pero no de esos enormes que llevan algunos, tendría treinta y algo y, sobre todo, unos ojos muy vivos y un poco dulces. “Y, ¿a dónde va la dama, si puede saberse?”, me dijo con voz suave. Y yo, un poco tartamuda, “pues a la cocina del palacio, a donde la señora Patro, que es mi tía”. Y él, “ah, sí, conozco a la Patro. Y ¿sabe usted ir hasta allí?” Y yo, “sí, vuecencia”, que fue la primera fineza que se me vino a la boca, “sé ir porque ya he servido en el palacio otros veranos”. Él se rio con ganas, “¡vuecencia!, gracias, maja, pero yo soy humilde, como tú, estos galones los he tenido que sudar, no creas”. Le miré otra vez, el uniforme era muy bonito, con botones dorados y unas hombreras… “Bueno”, dijo después, “pues por lo menos, te acompaño para que pases la puerta”. Y vino conmigo y los guardias se pusieron tiesos, quiero decir, firmes, y ni me preguntaron a dónde iba ni nada. Subí un poco hacia el Palacio de los Infantes y, entonces, me dio por volverme, no pude evitarlo, y él seguía allí, mirándome desde detrás del paso de la Puerta de la Reina y se llevó una mano a la gorra e inclinó un poco la cabeza, con mucha gracia, con un saludo muy fino.
Subí cuesta arriba camino del palacio, que siempre me llaman la atención los de corps, cuando paso a su altura. Los llaman así, de corps, no sé por qué. Qué distinto del Pajarón este cuartel, tan cuidado. Todos son apuestos y educados, entran y salen con esas casacas azules tan bonitas, que parece que todos fueran condes. Bueno, cuando llegué a lo alto, me fui a la izquierda, entré por la puerta de servicio que lleva a la cocina y pregunté a una en el pasillo por la Patro. Me dijo que estaba al fondo, donde despiezaban la caza y para allí me fui, aunque la chica me advirtió que me cuidase, que hoy estaba de malas. Pero conmigo no fue así. Es verdad que andaba gritando, que reñía a una y a otra, pero al llamarla yo, que no me vio al principio, la cambió el semblante. Se puso tan alegre, don Fabián…, como si hubiera visto a un ángel. No lo digo por presumir, don Fabián, es que es de verdad, mi tía me quiere que para qué. Claro, ella no tiene hijos, ¿cómo, si ni siquiera se casó nunca?, y a mí me ha tenido tal que una hija.
Total, que me dio unos besos y unos achuchones allí, delante de todos, que todos parecían pasmados de ver a la Patro tan tierna, y en seguida me llevó escaleras arriba. “Ven, hija”, me iba diciendo, “que no sabes las ganas que tenía de que llegaras y lo bien que nos vienes. Porque, no sé si lo has oído, aunque seguro que no, porque en el pueblo no os enteráis de nada. Es que toda España anda revuelta, que si no quieren a Istúriz, que si hay que acabar con los carlistas, que no emparenten con la reina…Pero, qué tontería, si no sabrás ni quién es Istúriz ni nada”. “Que no, tía”, le dije yo, “que sí sé que Istúriz es el que manda ahora”. Y ella, “pues sí que estás enterada, chica, pues eso, que hay muchos que no le quieren, que dicen que además es un traidor que quiere volver a meter a los franceses en España y no sé cuántas fechorías más, total que están trayendo aquí más y más soldados de Madrid, a saber por qué, si para guardar a la reina o para que no alboroten en la Corte, que estos también son unos cabezas huecas y son capaces de liarse a tiros a lo bobo. En fin, que hay tantos aquí que no damos abasto. Así que a dormir ahora y mañana, ya descansada, te llamo y te mando a hacerme los recados”.
Así que me dejó en un cuarto no tan estrechuco como el de otros años, que hasta tenía una ventana en lo alto y un armario bueno para poner ropa. Yo estaba molida, claro, y ni me dio tiempo a pensarlo, que me eché sobre la cama, vestida del todo y caí como desmayada. Pero yo rezo siempre, lo sabe, don Fabián, no me quedo a gusto si no lo hago, por muy cansada que esté, y por eso todavía me pellizqué para espabilarme un poco y hacerme la señal de la cruz. Y en eso fue cuando se me vino a la cabeza la cara del sargento, que no me había vuelto a acordar de él y, mira por dónde, me vuelve ahora, sin quererlo y se me revolvió un poco el corazón, como que me pareció tan guapo como los guardias esos del rey que le digo… y tan zalamero. Pero, bueno, me dije, reza una avemaría y duérmete, pánfila, que a ese no le vuelves a ver y es mucho hombre para ti. Y, bueno, la cosa resultó y me quedé como un tronco.
Allí nos levantan antes del alba y a golpe de sartenazos, que dan con los cucharones en las cazuelas y no hay quien pare en la cama. Así que, como yo ni siquiera me había desvestido, me puse en marcha enseguida, me lavé un poco la cara y las manos en una palangana y me bajé a la cocina.
“Buenos días, hija”, se vino la Patro, enseguida, “come lo que quieras, que aquí comida no falta”. Y, luego… “mira, ahí está la Carmen”, me hizo una señal con la barbilla,” que la conoces de otras veces; pues júntate con ella y os bajáis con la carreta hasta la tahona… ¿Has oído, Carmen? Que me la trates bien y le enseñas a elegir bien el pan, que tiene que ser el mejor. Hija”, dijo para mí, “que es para la mesa de doña Cristina”. “¿De la regenta, tía?”, pregunté yo un poco afectada. Y ella: “La reina regente o gobernadora, se dice… pues, claro, hija, pues qué te crees, que tu tía no es nadie. Yo sirvo este año las mesas, vamos, organizo el servicio. Y no hay allí gente importante ni nada. Condes y duques y ministros y, todos, gente así. El conde de San Román, el duque de Alagón, el ministro Barrio Ayuso, la marquesa de Santa Cruz… pero para qué te los nombro si ni sabes nada de ellos, bueno, ni yo, salvo los nombres y que son gente impresionante, ya lo verás”.
Y así que cortamos el rollo, me bajé con la Carmen al patio y ella se fue a la carreta que sabía y le dijo al mozo que nos bajara a la tahona y trotamos, sentadas las dos detrás, para allá. Salía ya el sol y en eso que franqueamos la puerta vimos llegar una compañía o un escuadrón o lo que fuera, que yo no sé distinguir, que venían en filas con aspecto de cansados. “Esos son granaderos”, me dijo la Carmen, “les están trayendo a todos por la noche, dicen que se está preparando alguna y no quieren que se sepa que hay aquí toda esta tropa”. “Ya noté ayer que esto está muy movido”, le dije yo. Y ella, “pero tú calla y como si no pasara nada y fueras tonta de remate, ya sabes”. Así lo hice, no faltaba más. Pero eso de acordarme del día de antes me trajo otra vez la cara del sargento y todo lo demás, ya sabe, y me dio como un decaimiento, que es que, claro, yo hubiera querido volver a verle, pero estaba segura de que nada iba a poder hacer. Así que me distraje con todas las tareas que tuve que hacer con la Carmen y procuré los días siguientes centrarme en el trabajo y nada más.
Y la verdad es que era fácil distraerse, el aire estaba esos días cargado, por el calor, que era mucho, y por aquella montonera de gente que iba y venía, ya le digo. Además,…
[Continua la próxima semana]





