Tras el desayuno abordamos el transporte para realizar el trayecto más largo en dirección al noroeste, cerca ya, de la vecina Georgia de la que, lentamente, van apareciendo referencias en la señalización vial y en el movimiento de tráfico por la autopista que sigue su curso en esas tierras basálticas de la alta montaña e inmensas llanuras que comenzaban a dar sus frutos a los sufridos agricultores; aquí y allá algún grupo recogiendo las patatas y otros frutos de la madre tierra. Sandías y melones aún estaban en fase de crecimiento y lo poco que se veía por los mercados eran de mucho más al sur, digamos que las plantas, espatarradas en la tierra, comienzan a darle forma a esos suculentos y refrescantes frutos que comienzan a perfilarse como excelentes piezas, la alta montaña retrasa la llegada al mercado aunque éste es mucho más estacional que el nuestro donde tenemos materia prima todo el año gracias al constante ir y venir de los productos hortofrutícolas que, a veces, recorren miles de kilómetros hasta llegar a nuestra mesa.
En el viaje nos desviaríamos hacia la fortaleza roja de Dashtadem, no se observa un alma una vez que dejamos la ruta: el grupo era el único visitante a esa zona que tanto me recordaba a la puna andina por la soledad de los parajes y, sin embargo, me atraen. Llegamos a lo que queda de esa histórica construcción de la época medieval que se levantó sobre los restos de otra todavía más antigua y de origen urartiano: casi todo está destruido a pesar de los tímidos esfuerzos por conservar el lugar y la cooperación norteamericana. Un año sin excavaciones, sin consolidar el proyecto y la diosa naturaleza vuelve a colocar la zona en un extraordinario herbazal donde los zarzales hacen su espectacular acto de presencia.

En el centro una modesta capilla que, ante la ausencia de visitantes, alguien debe de cuidarla pues las velas estaban dando luz en el minúsculo recinto, algo que no sucedía en la escalera de la destartalada torre central de la fortaleza que tenía sus cisternas en desuso y hacía difícil su visita aunque en su momento era el lugar que permitía controlar los accesos a la fortaleza y preparar la defensa cuando las circunstancias lo requerían; el lugar se encuentra en las afueras de la población homónima en la provincia de Aragatsotn, muy cerca del monasterio restaurado de san Cristóbal [VII].
El lugar es de planta octogonal, muy bien recogida en la imagen informativa del panel de la entrada. Aunque cada vez son menos visibles, aún se pueden ver, sobre la puerta, algunas figuras de leones. Tras traspasar el umbral, toca observar la torre del homenaje donde encontramos una referencia que nos indica la presencia árabe, están fechadas en el 1174 y atribuyen la edificación [parte] al sultán Ibn Mahmoud de la dinastía de los Shaddadíes, fue el último emir de Ani [población que en tiempos pretéritos ostentó la capitalidad de las tierras de lo que hoy conocemos como Armenia].

Tras un breve receso, café y cambio de aguas, dejábamos atrás Talin y su zona de influencia, el territorio era controlado y defendido desde esta fortaleza. La ruta en dirección norte continuaba, buena carretera aunque hubiera tramos en obras que por lo visto realizan constructoras alemanas a juzgar por la imponente maquinaria que removía las tierras. Tramo tranquilo y amplios horizontes en un día nublado que levantó algo más tarde para darnos la bienvenida a la antigua Alexandropol del imperio zarista que en el período soviético sería rebautizada como Leninakan [ya saben: culto a la personalidad, en este caso de aquél líder, bajito y enfermizo, que acabó con el zar y sus descendientes] y hoy se conoce como Gyumri, pasa por ser la segunda ciudad de Armenia, llegamos al pie del Museo local [Museo Nacional de Arquitectura y Vida Urbana] que se ubica en una finca confiscada [colectivizada dirían los puristas] levantada al lado de la Iglesia católica de la zona en 1872 por Petros Dzitoghtsyan, una saga procedente del territorio de Armenia Occidental que dedicaron su vida a los negocios: poseyeron cervecerías, molinos de aceite, baños públicos y edificios residenciales. En definitiva prósperos hombres de negocios que fueron acumulando riqueza; su casa es hoy el museo. Era un claro ejemplo de lo que que la revolución socialista de octubre odiaba: la propiedad privada y el estilo de vida: sobrevivir a la extorsión y tener que aguantar el nombre de Lenin, no debió de ser fácil para aquella, relativamente, bien acomodada familia; la guerra civil subsiguiente acabó de complicarlo todo.

Digamos que el museo recoge la vida del XIX al XX [1830-1920]. Hay planos, escudo de armas, gremios, yunques, forjas, sopladores gigantes para la fragua, etc. El diorama mostrando lo que era en aquella época Alexandropol, me atrapó por la cantidad de detalles recogidos en esa pieza museística no muy conocida fuera de lo que entonces conocíamos como Telón de Acero. Personalmente me devolvía a mi infancia feliz y muchos utensilios de los hojalateros y fragüeros que tenía al lado de casa, de hecho lindaba con la Fragua de Eduardo Montoya y, justo enfrente, dando la vuelta teníamos a «Juanillo, el Latero» que tanto nos hacía reír a la chiquillería. Vaya: ¡Confieso que he vivido!






