Dedicado a los miles y miles de trabajadores y trabajadoras granadinos que, desde la década de los años cincuenta, vienen emigrando temporalmente a la vendimia francesa
Las agujas del reloj marcaban las tres menos cuarto cuando se intensificó el continuo trasiego de hombres, mujeres y niños por el andén principal de la estación de Guadix. Solo faltaban unos minutos, si no había retraso, para que hiciera su entrada por las vías el tren procedente de Almería. Las inquietas idas y venidas y las miradas nerviosas se hicieron cada vez más palpables entre los allí congregados. Ella, en cambio, permaneció inmóvil y expectante. Sus padres le habían asignado la custodia de dos grandes cajas de cartón, convenientemente cerradas y entrelazadas con cuerdas que por momentos dejaba descansar a sus pies. Así permaneció atenta a los a veces forzados desplazamientos de sus progenitores entre la multitud que se agolpaba cada vez más cerca de los raíles.
Al poco, y como surgiendo de las entrañas mismas de uno de los cerros cercanos, apareció la enorme bestia de hierro, que llegó precedida de una intensa humareda blanca. Su figura se fue agigantando más y más hasta que, llegando a su altura, soltó un estruendoso pitido que le hizo dar un pequeño respingo. Por primera vez se hallaba frente a su colosal estampa. Esa que tantas veces había oteado desde la parte alta de su pueblo en las claras tardes en las que jugaba a adivinar su serpenteo irregular entre la apergaminada piel de la falda sur de la Sierra de Baza.
De inmediato, y acompasado con el molesto chirriar metálico de las ruedas en su frenada, los hombres y las mujeres se aferraron a sus pesados bultos. Ella y su madre con los paquetes y los bolsos se dirigieron raudas a la puerta de uno de los vagones. Su padre se elevó hasta el hombro derecho una de las maletas y seguidamente asió la otra con la mano izquierda. Las esperó durante unos largos instantes. Hasta que las localizó en uno de los furgones y, entonces sí, se acercó y se las alargó por la ventana.
Una vez dentro del compartimento, y tras el obligado saludo protocolario, se afanaron en la apresurada colocación de los múltiples enseres. Al poco, el jefe de estación con su traje impoluto y su gorra a juego inició un recorrido de supervisión que le llevó hasta la cabecera del tren. Una vez allí desplegó su banderín rojo e hizo sonar su silbato. A la señal el pesado convoy comenzó a deslizarse de modo renqueante y perezoso. Los que aún quedaban en el andén intensificaron el agitar de manos al aire. Los pasajeros también les correspondieron a través de los cristales o sacando casi todo su cuerpo por las apiñadas ventanillas.
Una vez acomodados, ahora sí, sus padres iniciaron una tímida presentación ante los acompañantes de estancia. Ella, sin embargo, se detuvo a echar una última mirada al paisaje de su tierra, a ese terruño ingrato y desagradecido que la arrojaba a más de mil kilómetros de distancia. Pero, también anteponiendo esas raíces a las que tanto echaría de menos y a las que, estaba segura, desearía regresar pronto.
Le seguiría un monótono y cansino vaivén, solo alterado por el intermitente estruendo provocado por el paso sobre algún que otro puente del ferrocarril o, más aún, ante el inesperado, ruidoso y ocasional túnel. Con la llegada a la estación de Baza se repetirían las escenas vividas hacía poco más de una hora; solo que ahora ella las contemplaba como espectadora privilegiada sobre su asiento. Poco después, al reiniciarse el camino, se adentraron por el norte de la provincia almeriense. Le llamó la atención la osadía de algunos jóvenes más o menos de su misma edad que, aprovechando el lento discurrir de la locomotora en las cuestas hacia arriba por el característico y árido terreno, encontraron el divertimento de bajarse desde alguno de los furgones de cabecera para volver a subirse en los que cerraban la comitiva. Le habría gustado participar de sus peligrosas gestas, pero no lo hizo, más por prudencia que por falta de valor. Así, y desde la distancia, siguió observando sus alegres peripecias y desenfrenadas risas ante sus logros.
Al adentrase por la provincia de Murcia el seco y desolado paisaje anterior dio paso a una mayor presencia y predominio del color verde. Lentamente empezó a oscurecer y tras animada conversación entre los compañeros de viaje su madre sugirió que era hora de cenar. De uno de los bolsos, en los que llevaban algunas latas de conservas, queso y embutidos, extrajo unos cuantos bocadillos. Y, previo ofrecimiento de cortesía, los repartió entre los suyos. Los demás hicieron lo propio. Y una bota de vino fue pasando animosamente de mano en mano…
Sin saber cómo ni cuándo, el tren ya había tomado un ritmo mucho más acelerado y frenético y no quedaba ni rastro del aburrido traqueteo inicial. Del exterior solo iban llegando las fugaces luces de las esporádicas poblaciones que se iban atravesando o aquellas otras que iban apareciendo entre la lejanía del monótono paisaje nocturno. Las conversaciones habían cesado y alguna que otra cabeza ya se dejaba vencer insistentemente por la fuerza de la gravedad o buscaba un fácil reposo sobre quien encontrara más próximo. Por fin, su padre se levantó y apagó la luz.
–Habrá que dormir. ¡Buenas noches!
–¡Buenas noches! –respondieron todos a coro–.
Un tanto a duermevela, le despertó el reflejo dorado de los rayos del sol sobre el inmenso mar en las proximidades de Tarragona. A pesar del cansancio, la mayoría de los pasajeros intensificaron las salidas al estrecho pasillo a estirar los pies y siempre sin dejar de compartir confidencias sobre sus lugares de origen y de destino. Por fin llegaron a la parada interminable de la Estación de Francia, en Barcelona. Algunos aprovecharon para pisar tierra firme y los más intrépidos incluso se alejaron hasta rellenar alguna botella de agua en alguna fuente cercana. Aún les quedaba un largo trecho hasta llegar a Figueras. Después vendría el puesto fronterizo, en Portbou.
En el lento y protocolario paso de la aduana esperaron, sentados a ratos sobre sus sufridas maletas, confiados en que los gendarmes franceses no les requisaran sus preciadas viandas; algo que habría supuesto todo un desastre inimaginable para su maltrecha economía. Un nuevo cambio de tren les esperaba hasta Perpiñán. Allí, ya casi anocheciendo y después de casi treinta horas de viaje, les aguardaba el camión del patrón. Mañana a primera hora debía comenzar la primera de las sufridas jornadas de trabajo por los campos del país vecino. Cuatro o cinco semanas de vendimia que, gracias a sus naturales privaciones y al cambio de moneda (del franco a la peseta), resultarían fundamentales para aliviar (al menos en algo) el desempleo eterno que asolaba –como siempre– a los pobladores del mundo rural y para tratar de sobrevivir el resto del año.





