¿Qué son los principios? Si nos ceñimos al diccionario de la RAE, encontramos que el término “principio”, usado en plural, designa una “Norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta”. Es decir, en el ámbito humano se entiende por tales aquellas convicciones primordiales que actúan como guías o imperativos normativos, de alcance general, para obrar adecuadamente dentro de las diversas áreas que integran el mismo. En contraste con los que excogita la ciencia, los grandes principios que gobiernan o han de gobernar los campos social, jurídico, político, religioso, etc., tienen un carácter “a posteriori”, esto es, mientras la ciencia se limita a descubrir principios que regulan los fenómenos naturales y que estaban “ahí antes” (como el principio de la gravitación universal), los segundos han sido elaborados, o sea, erigidos sobre la base de amargas enseñanzas fraguadas al calor de traumáticas experiencias históricas. Así, por ejemplo, el principio de tolerancia religiosa (en esencia, respetar a quien, en materia transcendente, difiere de uno), que se asentó definitivamente en la conciencia moderna occidental tras la publicación del “Tratado sobre la tolerancia” (1763) de Voltaire, surgió de la resignada conclusión a la que se llegó después del baño de sangre e ingente destrucción ocasionados por las Guerras de Religión que asolaron el Viejo Continente durante los siglos XVI y XVII, a saber, si no se puede reducir al adversario a la inexistencia, no hay más remedio que admitir su existencia.
Mientras hay épocas que se caracterizan por el “imperio de los principios” -es decir, imbuidas del firme propósito de que la vida social, económica o política discurra de acuerdo con pautas reconocidas por todos-, hay otras, en cambio, que se distinguen por la inobservancia de aquellos como paso previo a su posterior demolición, donde se asiste, en efecto, al eclipse de los principios. Entre las primeras, destaca la que se inaugura al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuyos fundamentos fueron: a nivel político y jurídico, la afirmación del principio de igualdad soberana entre los Estados, la prohibición del uso de la fuerza y el compromiso con la solución pacífica de los conflictos (Carta de las Naciones Unidas, 1945); a nivel económico, la creación de un sistema multilateral basado en la estabilidad monetaria, la cooperación financiera y el fomento del desarrollo compartido (Acuerdos de Bretton Woods, 1944) y, a nivel ético y moral, la proclamación universal de la dignidad inherente a todo ser humano y de sus derechos inalienables (Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948). Entre las segundas, se cuenta, por desgracia, la nuestra (cuyo hito histórico fundacional tal vez lo constituya, mejor que ningún otro, los atentados del 11 de septiembre de 2001), que representa el reverso sombrío de la precedente dado su denodado afán por socavar todos y cada uno de los cimientos que sustentaron el orden anterior. De la enorme multiplicidad de ejemplos que dan constancia de ello, extraeré y me centraré, a continuación, en dos casos ilustrativos: uno situado dentro de nuestras fronteras y otro más allá de ellas.
El caso patrio tiene como protagonista, como no podía ser de otra manera, a quien ostenta, desde hace siete años, la Presidencia del Gobierno de España, cuya trayectoria política pivota sobre la violación crónica del principio según el cual, en política, salvo contadas excepciones, el fin no justifica los medios, de modo que, para acceder al poder y mantenerse en él, ha tejido una estrecha alianza, entre otras, con fuerzas nacionalistas, separatistas y filoterroristas impropia del líder de uno de los dos “partidos sistémicos” de nuestro país, al que se le presupone, en calidad de tal, una visión nacional de conjunto que debería imposibilitar, a priori, semejantes acuerdos “contra natura”: todas las aberraciones perpetradas o por perpetrar en forma de indultos, amnistías o “cupo catalán” durante sus funestos mandatos obedecen a ese “pecado original”. Además, la ausencia de escrúpulos morales conlleva una falta de celo democrático que le ha conducido, con objeto de conservar el cargo, a colonizar las diversas instituciones, organismos y entes estatales y a tratar de domeñar lo que aún no controla como la Justicia o el reducto de prensa libre e independiente que queda. La estupefacción que el personaje en cuestión ha provocado en el seno de la relativamente reciente democracia española se debe a que nunca, en el marco de aquella, había aparecido, como han señalado acertadamente los escritores Arturo Pérez Reverte y Juan Eslava Galán, alguien que es, cabalmente, un “dirigente del Renacimiento”, cuyas villanías darían para escribir un libro entero si se llevara a cabo la tarea de relatarlas por extenso.
El caso foráneo hace referencia a Donald Trump -el “epítome”, por así decirlo, de esta era nada edificante-, en concreto, cuando, obnubilado todavía por la figura de Vladímir Putin, propuso como solución final a la Guerra de Ucrania la cesión por parte de esta nación a Rusia de los territorios conquistados por esta última tras la invasión de aquella emprendida por esa potencia en las postrimerías de febrero de 2022. Evidentemente, esa propuesta suponía una conculcación flagrante del principio de integridad territorial de los Estados (recogido en el artículo 2.4 de la ya mencionada Carta de las Naciones Unidas) e implicaba, lisa y llanamente, dinamitar uno de los pilares del diseño geopolítico mundial posterior a 1945. Aunque está claro que, haciendo un ejercicio de realismo, el acabamiento de esa contienda pasará, inevitablemente, por la fórmula “paz a cambio de territorios”, no resulta menos palmario que ello constituirá un antecedente muy peligroso que alentará más conflictos bélicos en ese sentido que, esperemos, no involucren a nuestro país.
Asimismo, el presente eclipse de los principios en el ámbito público se advierte no solo en el grado exagerado de incumplimiento de aquellos, sino también en la impunidad de la que goza quien los infringe y en la aplicación completamente parcial de los mismos. En efecto, por una parte, hoy en día, la pérdida de apoyo que experimenta, entre sus correligionarios, el político que incurre en una amplia gama de conductas reprobables no resulta proporcional a su gravedad como tampoco el desgaste electoral del partido al que representa, de suerte que estamos instalados en una especie de “tribalismo ideológico” que todo lo exonera erigiéndose, nuevamente, Donald Trump en el mejor exponente así como expositor de esa perniciosa tendencia contemporánea con su ya famosa frase: “Podría pararme en medio de la Quinta Avenida, disparar a alguien, y no perdería votantes”. Por otra parte, una práctica corriente en esa esfera consiste en invocar el amparo de los principios únicamente en tanto conviene a los intereses individuales: es el caso, por ejemplo, de ciertos “prohombres de la izquierda” (que están en la mente de todos), quienes se acuerdan del principio de presunción de inocencia al ser acusados de abusos sexuales a mujeres cuando, con sus palabras y sus actos, antes han negado ese derecho al resto de los varones en idéntica tesitura. Lamentablemente, tienen que aguardar al momento del infortunio para aprender el carácter universal de los principios, los cuales, de no concernir al conjunto de las personas, no conciernen a ninguna. Todo ello, en suma, se revela como altamente sintomático de una “sociedad desmoralizada”, en la acepción ética del término.
Concluyo. A la manera de un silogismo espinoziano, podría aseverarse que, si la preponderancia de los principios eleva el nivel civilizatorio de la humanidad, el declive de aquellos garantiza, indefectiblemente, lo contrario. Ese último es, pues, el futuro imperfecto al que, sin lugar a dudas, nos enfrentaremos.
[NOTA: Este artículo de José Antonio Fernández Palacios se ha publicado el jueves, 21 de agosto de 2025, en las ediciones impresas de IDEAL Almería (pág. 16), IDEAL Granada, (pág. 22) e IDEAL Jaén (pág. 17)]





