José Luis Abraham López: «Cracs y egocracia: realidad y ficción»

Se les reconoce porque defienden causas legítimas, no admiten consejos, no saben escuchar y afloran luego su moral sin escrúpulos, dándoselas de abanderados de lo correcto.

En cualquier conversación informal y de relativa confianza, es habitual que se haga recuento de individuos que nos resultan cazadores de mariposas y otros que plantan bosques. Si los primeros persiguen constantemente ideas brillantes saltando de un objetivo a otro sin realmente profundizar en ninguno; los últimos se implican con perseverancia en proyectos significativos y duraderos, construyendo algo que trasciende el tiempo.

Quien más, quien menos, conoce auténticos cracs que merecen regalías allí donde pisan porque demuestran con honestidad sus altas capacidades para desenvolverse en un ámbito concreto y despiertan en nosotros profunda admiración. Poseen la varita mágica en una capacidad natural para destacar en lo que hacen, ganándose el respeto de quienes los rodean. Pero también, quien más quien menos, sabe de individuos que falsamente encaminan sus pasos en un terreno y formas nada convenientes con lo que precisamente se entiende por «persona que destaca extraordinariamente en algo» por intentar picar muy alto pero errar estrepitosamente en el punto de mira.

Podemos relacionar este último perfil con el refrán «picar muy alto» que hace referencia a tener expectativas desmesuradas y objetivos ambiciosos que pueden resultar difíciles de alcanzar. Se esfuerzan con gran intensidad para lograrlos, aunque estos pueden parecer desproporcionados. Este origen se remonta a la época de Felipe IV. Durante una corrida de toros en la Plaza Mayor de Madrid, organizada en honor al rey, el conde de Villamediana demostró su valentía y destreza al lidiar con una res brava. Tras su actuación, la reina lo elogió diciendo «¡Qué bien pica el conde!». A esto, el rey respondió con ironía: «Pica bien, pero pica muy alto» insinuando, no solo la habilidad del conde con el animal, sino también sus intenciones amorosas hacia la reina, que estaban claramente fuera de su alcance. El juego de palabras del rey fue entendido por los más perspicaces de la nobleza, quienes comprendieron el doble sentido de sus palabras. Así, la expresión comenzó a circular entre la aristocracia y pronto se popularizó, llegando a adquirir el significado de aspirar a algo por encima de lo razonable o posible.

Para describir a estos arquitectos de castillos en el aire, la lengua española nos ofrece una serie de términos coloridos: catacaldo, crápula, farfantón, gazmoño, cansalmas, bultuntún…

Farfantón adopta la categoría de personaje principal en la humorada en un acto en verso La del capotín o con las manos en la masa de Gabriel Merino. A él se adscribe Benito Pérez Galdós para caracterizar al clérigo andaluz charlatán en De Oñate a La Granja. También el escritor canario –entre otros– le hace un sitio en Los duendes de la camarilla y Miau. Otro término similar es gazmoño al que Emilia Pardo Bazán recurre en cuentos como Las cerezas, en Cuentos de Marineda, en su novela El niño de Guzmán, etc. Y si dos voces fueran pocas, otra sinónima es bultuntún que el dramaturgo Juan Eugenio Hartzenbusch pone en boca de Fabián en el drama en verso Primero yo, que casa a la perfección con el sentido de ser del egocrático.

A lo largo de la historia de la literatura, estos personajes han sido retratados repetidamente, pues su tipo de comportamiento es universal y atemporal. Pero no hay que irse al terreno de la ficción literaria para desenmascarar al crac que en apariencia es todo un rosario de virtudes pero que, a poco que uno rasque en su superficie, deja al aire todas sus carencias. Entonces, la palabra crac adopta otro de sus significados, el que imita el sonido de algo que se rompe. Y lo que se quiebra es la imagen que muestra, el cubo de cristal sobre el que ha proyectado honores y desafíos, pero que van perdiendo su brillo conforme los vas conociendo. Su ambición desmedida le hace sucumbir ante propios y extraños. En su pedestal de cristal, se les reconoce porque defienden causas legítimas, no admiten consejos, no saben escuchar y afloran luego su moral sin escrúpulos, dándoselas de abanderados de lo correcto.

Al final imponen su parecer, así que no hay sufijo que le haga más justicia que el de -cracia. ¡Maldita la egocracia! Y es así como en más de una ocasión escuchamos ese sonido onomatopéyico de alguien que se desquebraja cuando han aflorado sus miserias. El sonido de ese cristal rompiéndose es, de alguna manera, una metáfora perfecta para describir el momento en que estas personas pierden su credibilidad. Su ansia descontrolada se convierte en su peor enemigo, llevándolos a sucumbir, no solo ante sus propios deseos insaciables, sino también ante los ojos críticos de quienes los rodean. Estos individuos suelen defender causas aparentemente justas, pero su falta de capacidad para escuchar a los demás y su obsesión por imponer su punto de vista los lleva a caer en la egocracia, el gobierno de uno mismo por encima de todo.

Al igual que los cracs falsos y los cazadores de mariposas, algunas amistades pueden parecer brillantes al principio, pero solo las que están basadas en la virtud y el aprecio sincero perduran y tienen verdadero valor. ¿Quién da más?

José Luis Abraham López

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