Vista del cortijo de Facio y la choza de guardar las hortalizas :: Francisco Ávila

Francisco Ávila: ‘Adora la gitana’ (7)

En Bobadilla, mi padre, contando siempre con nuestra ayuda, todos los años preparaba un sitio ideal dentro de la misma finca para la faena de la trilla.

Consistía en humedecer la tierra y aplanarla con la azada grande, para dejarla firme y dura a la hora en que las bestias realizaban su trabajo de romper la parva con el trillo.

Recuerdo que en aquel tiempo no era extraño ver en el pueblo, en la plaza de la Era Baja, a alguno de los hombres que disponían de yuntas y mulos para la faena de la trilla. Sacaban sus mulos primerizos al centro de la plaza para practicar con ellos, en una especie de rodeo equivalente a la isleta de una rotonda. Se tiraban toda la mañana con su látigo de cuero crujiente silbando en el aire, enseñando al animal a dar la vuelta en redondo sin que este se saliera del diámetro establecido, hasta tenerlo preparado para la trilla.

No obstante, había mulos empecinados en no obedecer al látigo ni a la doma impuesta por su amo. Se escapaban trotando con las crines levantadas y el látigo entre las patas, sin hacer caso a su dueño ni a toda la gente mayor que, con los sombreros en alto, intentaban retenerlo. Cuando esto sucedía, un aluvión de niños de todas las edades salíamos corriendo tras él, con la intención de que el animal no se escapara para otro pueblo y conseguir del dueño una propinilla por la proeza de haber sido los primeros en atraparlo.

Muchos de ellos eran tan astutos que, apenas salían de la cuadra, se marchaban trotando hacia su lugar de origen sin volver la vista atrás. En este caso, como su dueño era de Maracena —hijo de Pilar la Carretona—, a los tres días, después de recorrernos el pueblo en ambos sentidos y darlo por perdido, los chiquillos lo encontrábamos atado en uno de los olivos del haza de Cachifú, al final de la calle Barrio Bajo, vecino puerta con puerta de Paco el Carretón.

Volviendo al asunto del haza del río, donde no corría el aire suficiente para aventar las habas, mi padre se vería en la necesidad de alquilar otra era más distante, con mejores condiciones. Aunque en esta otra existía el inconveniente de que, al no estar cerca de la vivienda de Adora, teníamos que quedarnos toda la noche solos al reparo de las semillas. Entonces, allí estaba Adora, mandándonos a sus dos hijos, Antonio y Emilio, para que nos acompañaran en la noche.

Por esta zona baja del Genil de tierras blandas y húmedas, aunque fuera en pleno verano, siempre se te ponía el cuerpo de piel de gallina con el rocío mañanero. Así amanecíamos los cuatro, arropados con la manta de cuadros hasta el cuello y con todas las semillas de las habas señaladas por todas las partes del cuerpo. No nos calentábamos hasta que todo el grano estaba ya envasado y la paja sobrante la habíamos transportado en sacos a su lugar de origen, como abono para los siguientes frutos.

Redacción

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