Coral del Castillo Vivancos: «Las tiendas de mi barrio, una sinfonía de colores»

Aunque de vez en cuando y muy de vez en cuando acudo a una gran superficie, yo sigo fiel en el día a día a las tiendas de mi barrio.

Me gusta el contacto más personal que se establece en ellas, el ir de unas a otras, el intercambio de opiniones sobre los productos expuestos, las conversaciones entre clientes y dependientes aunque no siempre participe en ellas o me retrasen si llevo prisa, pero forman parte del ritual de la compra y yo las acepto con gusto, me sirven también para conocer mejor el barrio y a sus moradores.

Por ejemplo, mi pescadería es de lo más entretenida, la pescadera es una mujer pizpireta, todavía joven, viva, alegre, lista, que tiene una intuitiva penetración psicológica para la gente que entra en su establecimiento, con una sorprendente agilidad mental, medida locuacidad y habilidad manual limpia el pescado y pasa de un tema a otro de conversación sin transición posible, su vista se dirige alternativamente a cada uno de los clientes y al pescado que le ha pedido el cliente de turno y al que una vez pesado con veloces dedos desnuda de su piel, le arranca la espina, lo lava bajo el grifo, lo trocea, lo mete en la bolsa en la que mete el tique de compra y se lo entrega al comprador, todo esto sin dejar de hablar.

Y así un cliente tras otro, además como si dirigiera una tertulia, interpela a la clientela individual o grupalmente, incluso llamando por sus nombre a los clientes conocidos, con lo que personaliza las conversaciones y la espera no se hace tan tediosa, el que más y el que menos interviene aunque solo sea con monosílabos o gestos de asentimiento, incredulidad, pena, dependiendo del tema…

Es buen sitio para enterarse de sucesos del barrio, conocer personajes pintorescos y sobre todo información de la familia de la pescadera porque suele ejemplificar sus opiniones con anécdotas de sus hijos y comentarios hechos por estos y que reproduce literalmente, hubiera sido una gran actriz porque además se mueve por su zona de trabajo, que no es muy grande, con una rapidez y desenvoltura digna de un escenario.

Hasta su ropa y peinado alegran la vista, lleva siempre una camiseta y un pantalón de un blanco impoluto, si es invierno se pone un chaleco azul sin mangas sobre la camiseta y encima de todo un enorme delantal azul claro de pescadera que le llega hasta el suelo y unos buenos guantes de goma amarillos o azules y todo el conjunto ofrece una imagen de limpieza que sorprende por lo que tiene su oficio de manchar o salpicar la ropa.

El pelo muy tirante recogido en una coleta o trenza.

Hasta el mostrador donde se expone el pescado da siempre la sensación de que está recién fregado y los pescados parecen, como ella, recién salidos de la ducha.

Me gusta mi pescadería y mi pescadera, además si un día no puedo ir temprano a comprar la llamo por teléfono, le pregunto por el pescado que me interesa, me informa y se lo encargo, confío en ella y todavía no me ha defraudado.

Del blanco paso al negro de mis panaderas cuya panadería está justo al lado de la pescadería. El negro es el color de sus uniformes combinado con el gris en los gorros que llevan, son dos dependientas que se turnan por semanas, el ambiente es distinto porque la espera en una panadería es muy breve y no hay tiempo de prolijas conversaciones, aunque intercambios corteses sí que los hay o encuentros casuales.

Además resulta muy agradable el olor a pan recién hecho, a dulces boniatos en este tiempo y al siempre evocador olor a pimientos asados , es el establecimiento de los nostálgicos olores de la infancia o de las cocinas de antes.

Mi carnicería, algo más alejada, es un prado verde en el que se podría imaginar pastando a los ternerillos, porque el color verde es el que predomina, verdes son las camisetas de los carniceros, un matrimonio todavía joven, verdes son sus gorros , verdes las hojas dibujadas en los azulejos de las paredes y verdes algunas plantas de plástico que tienen en las esquinas.

En esta chacinería, al contrario de la pescadería, el mutismo y la calma impera, aunque siempre está llena y las esperas son largas hay como un tácito acuerdo de silencio, la carnicera de lentos ademanes y profunda concentración en su trabajo no se permite la más mínima distracción ni palabras superfluas.

Su marido mucho más activo y rápido que ella, está además pendiente de pedidos, reposición… y no puede malgastar ni un segundo en frívolas conversaciones, por lo que los pobres amagos de charlas se establecen entre los atrevidos clientes que se atreven a romper este ambiente monacal.

Pero a pesar de esto me gusta mi carnicería porque ofrece un refugio de tranquilidad y silencio después de venir de los fondos marinos… Por otro lado los carniceros son muy innovadores en sus creaciones y presentación de los productos y mientras esperas te puedes imaginar que estás en un museo de carne contemplando a través del cristal de los mostradores las especialidades que han creando, lo que es un buen entretenimiento y si además no reconoces algunas de ellas haces mentalmente unas cuantas cábalas y al final terminas preguntando a los carniceros, lo que propicia un pequeño y fugaz diálogo al que se suele incorporar alguien más opinando o comentando, estos instantes duran poco y se vuelve de nuevo y con rapidez al silencio.

Y así podría seguir recreando otros comercios de mi barrio pero de pronto tengo seis o siete años, voy con mi madre de tiendas por la calle principal de la pequeña ciudad de provincia, entramos primero en la tienda de Tejidos Manolo, un rato eligiendo, comparando, midiendo, charlando.

De ahí vamos a la pequeña librería-papelería de Bocanegra, una libreta, lápiz y goma de borrar para mí, una novela de Concha Espina o Rafael Pérez y Pérez para mi madre y unos recuerdos para la mujer del librero que es amiga de mi madre.

A continuación no podía faltar la visita a la tienda de Ultramarinos de Doña Joaquina con su característico olor a especias y de la que yo siempre salgo contenta con mi cucurucho de papel lleno de pipas muy saladas, que seguirán llenando la caja de lata que tengo en una alacena de la cocina de mi casa, mi madre le llevará a mi padre otro cucurucho de papel pero de garbanzos tostados.

Salimos de la calle principal donde están estos comercios y nos metemos por una calle recoleta donde se esconde la tienda de encuadernación a la que mi madre siempre tiene que llevar o en la que tiene que recoger algún libro.

Y por fin volvemos de nuevo a la calle principal en busca de mi ansiado pastel en la confitería de Doña María, una dulce anciana de cabello blanco y toquilla negra que sentada en un rincón detrás del mostrador vigila su negocio, y que en cuanto me ve entrar le indica a una dependienta que me dé mi pastel, no tengo ni que pedirlo.

Dichosas tardes de compras y queridas tiendas de ciudades de provincia que fuisteis el germen de mi predilección por el pequeño comercio.

Diciembre, 2025

Coral del Castillo Vivancos

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