Por una parte, las reválidas, tal como estaban diseñadas (pruebas tipo test) restringen gravemente la enseñanza y el aprendizaje a lo requerido por las pruebas (teaching to the test), cuando una sociedad del conocimiento requiere otro tipo de habilidades y competencias. Por otra, el rendimiento de cuentas (accountability), al usarse para rankings, pretende presionar a las escuelas para mejorar, dando criterios a los clientes para elegir centros, en la más pura estrategia mercantil. Aparte de no ser ética (castigar a los establecimientos peor situados, sin ofrecer nada a cambio), distrae a los estudiantes del mejor aprendizaje y a los profesores de la mejor enseñanza, para concentrar a ambos en lo que piden en las pruebas. Otro tipo de rendimiento de cuentas (mejor llamarlo “responsabilidad por los resultados”) es posible, en modos no reduccionistas del aprendizaje ni competitivos entre escuelas.
Cuando los padres y madres (CEAPA) se oponen a las pruebas en Primaria, aconsejando no llevar a sus hijos al colegio el día de la prueba, es porque temen consecuencias no deseables, desconfiando que puedan servir para la mejora. Pero si hay que oponerse a estas pruebas, tal como las plantea y sitúa la LOMCE, es porque su información no vemos pueda servir para tomar medidas de apoyo y recursos adicionales en los contextos y centros más deficitarios. Más bien, entienden que al igual que en los países en que se ha empleado y de los que la LOMCE ha tomado dichas pruebas, empeoren a los centros por la mera clasificación y, particularmente, por la población a la que atienden a los centros públicos.
Pero no nos engañemos. Garantizar el derecho a una buena educación para todos en todos los lugares, que ahora mismo no lo está, precisa de dispositivos (externos, además de internos) que posibiliten evidenciar en qué grado está asegurado y a las escuelas dar cuentas de los niveles de educación ofrecida. La cuestión es, más bien, cómo hacerlo |
Pero no nos engañemos. Garantizar el derecho a una buena educación para todos en todos los lugares, que ahora mismo no lo está, precisa de dispositivos (externos, además de internos) que posibiliten evidenciar en qué grado está asegurado y a las escuelas dar cuentas de los niveles de educación ofrecida. La cuestión es, más bien, cómo hacerlo para que, en lugar de abocar a una competencia entre escuelas o a proporcionar criterios en la elección de los clientes, potencien la mejora interna con los recursos oportunos suplementarios donde más lo precisen. El asunto no es, pues que los servicios públicos (como la educación) no cuenten con ningún tipo de evaluación externa, dejando su funcionamiento al arbitrio de los particulares, sino “rediseñar” los sistemas de evaluación vigentes, de modo que puedan capacitar a las escuelas para promover una mejor educación al servicio de la equidad de la ciudadanía. Sobre esto sabemos que va en una dirección contraria a la planteada en la LOMCE. Por eso, podemos felicitarnos por su paralización, pero ello no exime de buscar otras alternativas.
Un uso alternativo, se enmarca en un nuevo paradigma de pensar la responsabilidad de las escuelas y del profesorado: en lugar de evaluar por test y castigar, apoyar para mejorar los aprendizajes. Ahora se cambia el foco del control al apoyo, del rendimiento burocrático a la responsabilidad “pública” por el trabajo desarrollado, del rendimiento de cuentas a la autonomía profesional, de la calificación individual del alumnado a la evaluación de centros y del sistema. La edad del rendimiento de cuentas, bajo la regulación neoliberal, ha pasado. Pero eso, en su lugar, es preciso otras vías, como el control público y exigencias de la ciudadanía por una buena educación, mediante un rendimiento de cuentas democrático en la esfera pública.
(*) Antonio Bolívar Botia. Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Granada