Por eso, durante el camino hacia la playa de Salobreña íbamos comentando si habría gente en dicho escenario; pues aunque aún no había boom turístico sí que los sábados y sobre todo el domingo venían mucha gente a la playa. Pero no, cuando llegamos, nos encontramos con un panorama fantástico: estábamos casi solos, hacía un día fabuloso y el agua estaba tranquila y transparente.
Lo primero que hacemos nada más llegar es dirigirnos al cañaveral que hay justo al lado del Chiringuito de María y cortamos sendas cañaveras que limpiamos y pelamos para dejarlas impolutas, que lo único que les faltaba era darle barniz, pues relucían brillantes. El hilo, los plomos, el corcho y los anzuelos los habíamos comprado en la ferretería de Manuel Hidalgo en la calle Cochera y el cebo eran cabezas de boquerones y desperdicios que mi madre, a regañadientes me había metido en una bolsa.
Este día en concreto, después de mucho ahorrar traíamos incluso una potera, que para nosotros eran palabras mayores, pues siempre vimos como Miguel, pescador de toda la vida cogía unas jibias enormes casi a orillas del peñón en las rocas que daban a “la charca”. Nosotros, fuimos más atrevidos y nos subimos en el picachillo, montamos las cañas y dispusimos de toda la paciencia para aguantar el solarín que teníamos encima.
Pasadas tres horas, el sol apretaba y las ganas de tirarse al agua eran muchas, no habíamos pescado ni una sola vieja, eso sí picar sí notábamos que lo hacían, pero el anzuelo y la potera salían siempre limpios. Me acordaba de las palabras de mi padre… avisar cuando volvéis, para que atemos a los gatos! pues creo que no llamaremos y eso que agradecerán los gatos.
El recuerdo es imborrable y el paladar se humedece de gusto al recordar el bocadillo de tortilla de patatas y pimientos fritos que me había preparado mi madre, aún sigo tragando saliva de gusto y placer. Descubrí que ya era cerca del mediodía, miré hacia mi derecha, buscando el punto en que la línea de la Caleta y La Guardia se perdían en el agua, pero lo que vi en ese momento fue a mi amigo Pepe a mi lado y todo se hizo claro y natural.
La pesca era solo una excusa, un pretexto, un motivo para poder estar juntos, la amistad y complicidad que teníamos era nuestra verdadera motivación. Hay personas que se dedican a iluminar las vidas de otros con su alegría, y su cariño y él lo era, ahora en el recuerdo le echo de menos, pues la vida fue dura con él y se fue a pescar en otros mares.
Aquel verdadero amigo que no podrá darte oro, plata, ni brillantes, pero podrá ofrecerte palabras de aliento, escuchar y calmar tu llanto, darte un consejo, compartir simplemente un día de pesca en este bello y tranquilo día de verano en Salobreña.
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