La Alemania de los grandes maestros (II): Hölderlin en su torre en Tubinga

 Junto al río Néckar, en Tubinga, se encerró el poeta Hölderlin en una torre. En invierno, las nubes, apacibles y densas, cubren los tejados y las estrechas y retorcidas calles con un grueso colchón de silenciosa nieve. El río queda paralizado en una instantánea helada, como lo hace en general este «pueblo universitario», donde nada parece haber cambiado, donde el rio de Heráclito, en el que era imposible bañarse dos veces, se contradice a sí mismo. Paseando por sus calles se tiene la sensación de haberse extraviado en un eterno cuento de navidad. El aire es gris y el paisaje está amortiguado por la blandura de la nieve. Nada se oye.

 En la actualidad, la torre de Hölderlin se puede visitar y está convertida en una especie de casa museo. La recepcionista, de origen griego, explica que un año el río llegó a congelarse hasta el fondo, del frío que hizo. Se quedó petrificado y quieto, este mismo rio que bajaba manso bajo los ojos alucinados del poeta. Allí en Tubinga, antes de su encierro demencial, Hölderlin había compartido habitación y conversaciones con Schelling y con Hegel. Había superado e inspirado a sus compañeros con su lúcida visión sobre el Juicio (Urteil) y el Ser (Sein). El ser es la unidad. El juicio juzga y rompe esa unidad originaria (Ur-teil). «Ur» en alemán es lo originario y «Teil» es la partición, la división. Quien rompe la unidad es la conciencia. La historia es la relación entre el ser y la conciencia desgarrada. El sufrimiento proviene de la incapacidad para re-ligarse, para volver a unirse. Y tras esta breve y profunda reflexión, el poeta abandonó la filosofía.

 Atendido por un carpintero bondadoso y su familia, el poeta vivió enclaustrado varios decenios de demencia en aquella estrechez redondeada. Firmaba sus poemas bajo el sobrenombre de Scardanelli. La luz tenue del invierno alemán no suponía ya un problema para él. Le habían regalado un piano, para amortiguar los envites del espíritu, y se entretuvo en arrancarle casi todas las cuerdas. Luego quiso seguir tocando, apenas sin sonido, y emitía frases en voz alta sin sentido. No, la luz tenue del diciembre alemán ya no era un problema. Sus ojos habían atisbado las profundidades del alma humana y había sucumbido a la locura. Como había advertido Rilke, es menester que los ángeles, en su absoluta superioridad, no nos toquen, ni siquiera nos rocen. Su belleza nos destruiría.

 Las casitas variopintas todavía hoy siguen asomadas a los márgenes del río, junto a la torre, amontonadas precariamente las unas sobre las otras, mientras los sauces se inclinan pacientemente a beber las aguas del Néckar y a perpetuar secretamente, con el murmullo de su hojarasca, aquella sentencia del poeta: «el hombre es un dios cuando sueña, y un mendigo cuando piensa».

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