La Alemania de los grandes maestros (III): Johann Sebastian Bach en la Thomaskirche de Leipzig

Es este uno de los números que componen la «Pasion según san Mateo» escrita y estrenada en 1727 en Leipzig por Johann Sebastian Bach. Obra mucho tiempo olvidada y que a su autor le supuso una bajada de sueldo por el exceso de dramatismo y teatralidad que había imprimido en ella. La iglesia que presenció tal milagro durante aquel Viernes Santo se alza todavía imponente, la iglesia de Santo Tomás. No se encuentra muy lejos de la estación central de trenes o Hauptbahmhof. A un paseo breve en realidad, si el entusiasmo por escuchar a los Thomaner da vuelo a los pasos. Dicha estación es una de las más grades de Europa y la mayor de Alemania.

Cuando uno avanza en tren hacia ella, la mirada se aturde ante el entrelazado nervioso de sus veintisiete vías, como si de la cúpula invertida de una catedral gótica se tratara. Sin embargo, los matojos que descuidadamente asoman entre los tablones paralelos que sustentan las vías y la estética trasnochada de los grafiti en sus muros reflejan, no sin la tristeza de un pasado perdido, las penurias económicas de la antigua Alemania del Este. Al salir de la Hauptbahnhof las avenidas son anchas y uno tiene la impresión de caminar por una metrópolis de la cultura. El aire es claro y la publicidad de marcas de la antigua Alemania del oeste da cuenta de la capitalización de una de las ciudades más importantes en la historia de Alemania.

Junto a la Thomaskirche, una estatua de considerable altura ha inmortalizado al compositor, digno y enhiesto, como si todavía fuera de camino a sus clases, con unas particellas enrolladas en su mano derecha, ante un podio cuyo respaldo son los tubos de un órgano, dispuesto a su labor en esas clases de latín y música que tanto lo torturaban, en ese ambiente estrecho donde se le conocía ya como el «viejo peluca» (Alte Perücke). Algunas flores depositadas recuerdan que para muchos sigue siendo el padre de la música. Las bicicletas apoyadas sobre la pared de la iglesia indican que la Universidad todavía sigue siendo un potente motor económico en la ciudad.

No queda lejos de este santuario su contrapartida maniquea: la histórica bodega de Auerbach, donde el diablo, el Mephisto que en su momentó encantó a los estudiantes, se puede presentar al caminante bajo el disfraz de unos ojos inocentes o de una sonrisa lasciva o de cualquier otra forma, como ya le ocurrió a Fausto. También por allí cerca merodea irónico y altivo el viejo Goethe.

Estatua de J. S. Bach  en Leipzig
Estatua de J. S. Bach en Leipzig

En la iglesia sin embargo, ya de vuelta, resuenan inmunes y ascéticos los ecos de la Pasión, mientras afuera irrumpe una tormenta. Y dentro y al mismo tiempo restallan violentamente los coros «Sind Blizten, sind Donner», son rayos, son truenos, que por contraste al dueto, sin fundamento, sin graves, aquí son los violonchelos, los contrabajos, el órgano, los que machaconamente dibujan un ritmo de semicorcheas en obstinato, que pudieran simular los pasos inevitables y cada vez más cercanos de la turba armada enviada por el sanedrín. Los coros aluden a las fuerzas de la naturaleza, ya desatadas: los rayos, en el cenit de la frase, emulando el fenómeno meteorológico, los truenos, que han desaparecido tras las nubes, y que nada pueden hacer nada contra la injusticia presente. El clima es de una extraordinaria agitación. Lo que el cielo no puede vengar, habrá de hacerlo el infierno.

Uno abandona la iglesia y su protección estética y la rodea distraído en un paseo. El mismo que el «viejo peluca» recorrió tantas veces hace unos siglos. «Todavía hoy veo -escribía Hermann Hesse- en esas armonías y en el «Actus Tragicus» la quintaesencia de toda expresión artística, de toda poesía». Y entonces se comprende por qué Leipzig es la ciudad del cielo y del diablo.

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